Santiago de Chile - Unos 52 millones de niños son pobres en América Latina y de ellos unos 30 millones padecen hambre, pese a que la región produce tres veces los alimentos que necesita, según informes internacionales.
La situación es especialmente crítica en Argentina, Honduras, Nicaragua, Colombia, Panamá, Bolivia y Ecuador. En ellos, hasta uno de cada cuatro niños carece de alimentación adecuada. Por contraste, Costa Rica, Chile y Uruguay presentan estándares cercanos a países desarrollados, con menos de un diez por ciento de indigencia entre los menores de 18 años.
En cifras, los niños pobres son hoy más que en 1980, según un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), titulado La pobreza infantil en América Latina. En Brasil, no obstante, la situación mejoró los últimos años con las políticas asistenciales impulsadas por el gobierno, según Martín Hopenhayn, uno de los autores del documento.
La mayor paradoja es que el alza de la pobreza infantil se mantiene desde 1990, período que coincide con una fase de recuperación económica de la región, acompañada por mayores coberturas de salud y educación. De hecho, América Latina registra los más altos índices de todas las zonas en desarrollo en mortalidad de menores de cinco años, bajo peso al nacer, inmunización y presencia de parteras capacitadas en los nacimientos, entre otros. Según Hopenhayn, el fracaso se origina por tanto en la concentración de la riqueza que persiste en América Latina, pero "también interpela críticamente las políticas sociales". De hecho, los únicos países que redujeron la pobreza infantil en ese lapso fueron Nicaragua, Perú, Paraguay y Chile. Este último país además inauguró este año un sistema de protección a la infancia que busca velar por el desarrollo integral de los niños.
El desempleo y la precariedad laboral de los padres se encuentran entre las mayores vulnerabilidades que enfrentan los niños para salir de la pobreza. De hecho, desde 1990 a la fecha sólo en Chile, El Salvador y Costa Rica los pobres mejoraron sus ingresos autónomos, lo que explica el deterioro en los índices de pobreza relativa infantil en los demás países, según cifras de sus gobiernos.
El llamado índice de pobreza relativa se refiere al porcentaje de niños que viven en hogares con ingresos por debajo del 50 por ciento del ingreso mediano nacional. O sea, que están impedidos de disfrutar del bienestar al que debieran acceder según la productividad media de la sociedad en que viven.
Pero las disparidades no sólo están vinculados a ingresos y carencias alimentarias, según Cepal y Unicef. Los cálculos recientes de estos organismos indican que sólo el 51 por ciento de las niñas y el 44 por ciento de los niños de la edad correspondiente asisten a la escuela secundaria en la región. Los países con mayores tasas de abandono son Brasil, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. En el anverso, Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Panamá y Perú exhiben la retención escolar más elevada. Esos niños sin escolaridad enfrentarán en el futuro fuertes restricciones para encontrar trabajos con sueldos que les permitan superar la pobreza en que nacieron y en que nacerán sus hijos.
Pero la situación también es crítica en términos de acceso a saneamiento. Uno de cada tres niños latinoamericanos carece de agua potable en su hogar. En cifras, unos 17,5 millones de niños menores de cinco años no tienen agua potable, situación que empeora en zonas rurales, donde seis de cada diez infantes carecen de este derecho. Algunos de los países más afectados son Nicaragua, Honduras, Bolivia y México, debido a las altas tasas de natalidad que presentan aún los hogares pobres en esas naciones.
Asimismo, casi la mitad de la población entre 0 y 18 años no tiene acceso a saneamiento o alcantarillado, situación que complica su situación sanitaria. En Bolivia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Paraguay la cifra se eleva a dos de cada tres infantes y adolescentes. También hay atrasos en las poblaciones indígenas, lo que obligará a los gobiernos a desarrollar mejores políticas, que además incorporen políticas interculturales, capaces de dialogar con las cosmovisiones de cada comunidad, según Hopenhayn.