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Turismo En El Aire / La Ronda

¿Cómo una calle de Quito lleva hasta el pasado incaico?

La calle Juan de Dios Morales, alias La Ronda, ya existía en tiempo de los incas. Hoy es la más famosa de la capital de Ecuador y constituye un centro cultural a cielo abierto con lo más representativo de la cultura nacional. Video

Calle La Ronda en Quito
La calle que lleva al imperio Incaico | Shutterstock

Quito, la capital de Ecuador, es chiquita y larga y exactamente así es La Ronda, una callecita céntrica que ya estaba en la época de los incas y que los quiteños recorrían para ir cuesta arriba a llenar sus vasijas en un manantial del volcán Pichincha.  Dicen que en una época fue la calle de los artistas y los poetas. Lo cierto es que Juan de Dios Morales, alias “La Ronda”, son los 400 metros más famosos de Quito. Recorrerlos es destapar el baúl de los recuerdos.

Adoquinada, centenaria y embellecida en 2006, la calle Guayaquil la aliña hacia el cielo con El Panecillo, la escultura más famosa de todas, una virgencita a 3.000 metros de altura. Apenas se regresa con la vista al mundo terrenal, La Ronda impresiona como una corte de los milagros donde hay locales de todo, pero primero llegan los aromas del Trópico: canelazos quiteños (un cóctel tibio de canela y aguardiente), las empanadas de morocho (que se llaman así porque se preparan con maíz oscuro) y las empanadas de viento (rellenas de un queso que cuando se calienta es como si nunca hubiera estado). También están la Casa 707, en donde se presentan grupos de música ecuatorianos, y la Casa de las Artes de La Ronda, un centro cultural que ofrece un poco de todo.

Entre todo eso que funciona de 10 a 18 hs –excepto los restaurantes que abren hasta medianoche- hay varios artesanos que son una institución local. Luis López es menudo y habla poco; representa la tercera generación de armadores de sombreros Panamá –esos que se hacen con la paja toquilla que no es de Panamá sino de Ecuador, un error histórico que tiene un solo culpable, Theodore Roosevelt y que algún día habría que enmendar. Hay muchos modelos de sombreros Panamá, pero don Luis cuenta que el favorito de los turistas es el gardeliano grado 8, que cuesta entre 30 y 45 dólares. López explica que el grado de un sombrero se determina por la cantidad de lazadas que caben en una pulgada. Uno de los más caros es el de grado 62, que cuesta 25.000 dólares, pero esos dan mucho trabajo y sólo pueden llegar a hacer cuatro por año.

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A pocos metros, el apicultor René Gutiérrez logró que sus abejas fabricaran miel de todas las flores imaginables y con ella hace jabones, protectores labiales y cremas que son –dice- antisépticos naturales que reemplazan al alcohol. Mientras tanto, al lado, el carpintero Zabalartes juega como un chico probando trompos, tirajebes, yo-yos, baleros y pirinolas que talla con madera de cedro, chanul o guayacan. En su local todo cuesta entre 3 y 45 dólares. El siguiente local parece una escena del Mago de Oz, el taller del hojalatero. Martha Pacheco es una quiteña de pura cepa: no para de sonreír, de contarte historias, de mostrarte sus cosas. Es la hija del hojalatero Silva, una institución en las artesanías de La Ronda y dice que su padre le enseñó “el arte de sacar sonrisas”. Con zinc y aluminios galvanizados, prensa, buril y tijeras se sienta directamente sobre el suelo a inventar planchitas, juegos de té en miniatura, cocinitas, faroles y todos los chiches que las nenas adoran.

Salga de un local y métase en el otro, aunque le costará avanzar porque delante de cada bar y cada restaurant saldrán a seducirlo con su propio canto de sirenas. Uno de los más originales es La Rondalia Quiteña: las mesas de adentro son antiguas máquinas de coser a pedal y la especialidad de la casa es el trago “agua loca”, una bebida que se elabora con diez hierbas.

¿Y ya está todo? No, porque La Ronda es Patrimonio Cultural de la Humanidad y no debería dejar de pasar por la Capilla del Robo, junto a la Avenida 24 de Mayo. Este es un lugar santo y recuerda el sitio en donde se encontraron las hostias consagradas y un Cádiz de plata que unos ladrones habían hurtado del convento de Santa Clara, en 1649. Para encontrar a los malvivientes, los quiteños hicieron cadenas de oración durante días y finalmente Dios hizo el milagro: alguien los delató. Fueron arrastrados por la ciudad, condenados a la horca y luego descuartizados. Entonces sí podrá volver a casa y empezar a contar todo lo que aprendió viajando.

(*) Mónica Martin para Radio Perfil, desde la Redacción del Diario PERFIL