La extensa permanencia de Carlos Saúl Menem en el poder -sobre todo a partir del día en que un dólar pasó a valer un peso- pegó justo donde la Argentina necesitaba un empujón: en la autoestima.
Los mejores, los de las avenidas más largas y más anchas del mundo, la excepción que confirmaba la regla latinoamericana, veníamos descascarados por los efectos de la violencia la militar y las urgencias de la hiperinflación que derrumbó a Raúl Alfonsín. Veníamos demasiado derrotados.
El menemismo fue, aparte de otras cosas, un potente acontecimiento cultural simbolizado en la metamorfosis ideológica y estética del último caudillo con pinta de caudillo de los de antes. El Menem de melena, patillas y poncho prometió una “revolución” en campaña y la hizo, a su modo, por más que no fuese la revolución que otros pudieran esperar ni tuviera el sentido revolucionario típico de los 70. Fue más bien al revés: el menemismo significó, en todo caso, la revolución del lujo, de lo VIP, de lo premium, de lo importado y del éxito en cuanto idea-fuerza impuesta a nivel global tras la caída del Muro de Berlín.
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Promediando la Presidencia Menem, allá por junio de 1999, cuando se empezaba a hacer el balance de su gestión, me tocó entrevistar para la revista NOTICIAS a 50 figuras del menemismo de distintas disciplinas, buscando desentrañar y sintetizar distintos aspectos de aquella época tan intensa por lo rica en sensaciones contrapuestas. Entre aquellos entrevistados estuvo un tal Livio Forneris, que había sido entrenador de básquet de Menem en La Rioja y con ese antecedente en el currículum vitae había llegado a ministro de Deportes de la Nación. Lo cito sólo a él, porque, ya que hablamos de cultura menemista, su definición me quedó rebotando en la cabeza para siempre como definición de un tiempo. Me dijo: “¿Sabés qué pasa, Zunino? Si descubrís el champán a los 40, ya no podés volver atrás”.
Un menemista me hizo comprobar que la fórmula “pizza con champán” no era sólo un lugar común de la crítica gorila al menemismo. Era un hecho asumido y celebrado por los propios acólitos del riojano más famoso, que se sentían beneficiados y agradecidos por el salto revolucionario desde el intragable Duc de Saint-Remi demi-sec hacia el Baron B extra brut.
Era el lado íntimo de un proceso marcado por las privatizaciones, el “milagro” de la convertibilidad y las grandes marcas extranjeras para todos los gustos. La última vez en que los trabajadores creyeron en el ascenso social y encima inmediato, siempre y cuando aceptaran el retiro voluntario en la vieja empresa estatal para comprarse un remís o ponerse un parri-pollo. La tolerancia a la corrupción tenía su sostén en el popularizado "roban pero hacen".
A la distancia, podría decirse que aquel clima de fiesta se justificaba en tantos sufrimientos anteriores. Y, acaso sobre todo, en la ignorancia de dónde iba a desembocar.