Carlos Menem fue el primer presidente de la posmodernidad argentina, y desde esa liquidez ideológica e intelectual, podía unir a todos a la vez. Aun refiriéndose a sus peores adversarios políticos los llamaba “mi amigo”, aunque luego fuera implacable con ellos. Indultó a militares y a guerrilleros acusados por delitos de lesa humanidad. A Videla y a Firmenich.
Amenazaba con resolver a sangre y fuego Malvinas y terminó mandándole ositos de peluche a los isleños y a proponer un “paraguas diplomático” que lo llevó a ser aliado de Gran Bretaña y la OTAN con sus “relaciones carnales” con los Estados Unidos.
Pasó de caudillo nacionalista que emulaba con sus patillas y poncho a Facundo Quiroga, y se transformó en el presidente que privatizó todo lo que el peronismo había nacionalizado en su momento.
Inventó el liberalismo peronista, que sus historiadores rastrearon como antecedente en el segundo gobierno de Perón, e intentó darle un tinte teórico llamándolo “economía social de mercado”.
Y al mismo tiempo fue el presidente que más intervino en los mercados monetarios, llegando a atar por ley la cotización del peso al dólar: se llamó Convertibilidad y duró una década. Fue el freno más pronunciado a la histórica inflación argentina y lo que permitió, entre otras cosas, la aparición del olvidado crédito hipotecario, que permitió que –como en los países del primer mundo- las familias pudieran obtener créditos a largo plazo para comprar viviendas
Menem fue el Presidente, como Néstor Kirchner, del crecimiento durante años a “tasas chinas”, cercanas al 10% del PBI. Pero la Convertibilidad, que había provocado un shock de expectativas positivas, fue la que con el paso de los años terminó destruyendo la competitividad argentina. Cavallo fue consciente de que era necesario flexibilizar su invento, pero ni Menem (ni De la Rua después) ni la sociedad, estuvieron dispuestos a hacerlo y terminó estallando por los aires.
Menem fue emblema del eterno aspiracional argentino de ser una sociedad del Primer Mundo y cosmopolita. Con una clase media que gracias a un dólar artificialmente planchado pudo viajar por todo el planeta y protagonizaba el típico “Deme dos” de aquella pandemia de consumo.
Y, en medio de la millonaria caja de las privatizaciones, fue un emblema de la corrupción. Algunos de sus legisladores y funcionarios armaron cajas de recaudación para ellos y para la Corona y se hicieron ricos.
Los medios, como suele pasar cuando los gobiernos tienen el apoyo mayoritario de la sociedad, tardaron años en registrar el fenómeno de la corrupción. La revista Noticias y el diario Página 12 fueron algunas de las contadas excepciones que mostraron bien esa época de la pizza con champán.
Después, para los medios, para los políticos, para la sociedad, para los empresarios, Menem se convirtió en sinónimo del Mal. La satanización de su figura estuvo a la altura de la beatificación que todos ellos le ofrendaron cuando ostentaba el máximo poder.
La grieta conceptual argentina no es nueva y es la que genera esas miradas unidireccionales que empequeñecen la vida y el análisis político.
La realidad es tan compleja como lo fue la vida y la obra de Carlos Menem. Su muerte no lo debería engrandecer ahora (como suele suceder con las opiniones post mortem), pero quizá ayude para poner las cosas en su lugar.