Después de todo
No era entonces por creerlo inmortal que surgió eso de decirle “Dios”, que surgió eso de escribir “D10S”. No era por creerlo inmortal, sino al revés: era por miedo de que se muriera. Puro miedo de que se muriera. Y fue el día en que se murió, justamente, cuando, al menos yo, alcancé a entenderlo. Habíamos fabricado esa fe un poco entre todos, valiéndonos de la exageración, pero también de su singular potencia icónica. Lo que había de por medio, en cualquier caso, era más que nada temor: temor de que alguna vez sucediese y no estuviésemos preparados. Y en efecto: sucedió. Y no estábamos preparados.
No tardaron en llegar ciertas directivas perentorias, indicándonos que no tenía que dolernos esa muerte, que no debíamos compungirnos, que habíamos hecho mal en quererlo así. Cayeron obviamente en saco roto, porque no se elige lo que duele, no se elige que duela o no duela; y en el querer suelen combinarse, así sea en proporciones dispares, los por qué con los a pesar de: no queremos por juicio y absolución, sino por la evitación del juicio.
En el inmenso dolor de esa muerte, que tal vez nunca se diluya del todo, se alojaba, empero, como también muchas veces sucede, una especie de incipiente alivio: ya no tendríamos que preocuparnos por él. Por cómo estaba, por que estuviera bien. De la salida en aturdimiento del departamento de la calle Franklin hasta el colapso vertiginoso en Punta del Este, pasando por la enfermera que aquella vez se lo llevó de la mano o por aquella lúgubre internación psiquiátrica (“Uno dice que es Napoleón Bonaparte, otro dice que es San Martín. Yo les digo: soy Diego Maradona, y nadie me cree”). Que se cuidara, que se cuidara (que se cuidara también de sí mismo, como tantas veces se dijo). Con la muerte y el dolor pareció llegar también ese alivio: se acababan el agobio, el tironeo continuo, el asedio de esa vida; se acababa para nosotros la larga zozobra por lo que podía llegar a pasarle.
Estoy tratando de entender qué me sucede ahora con el juicio por su muerte, del que cada día se nos informa. Porque hubo una señal muy pronta de que no habría paz ni reposo, con los dos sátrapas de la funeraria que se sacaron una selfie con su cadáver: vivo o muerto, daba igual, era él. Y sigue ahora con esa jueza inconcebible que, violando las normas jurídicas más elementales, filtró cámaras en la sala de audiencias para hacer qué: un reality de “la jueza de Dios”, o algo así, es decir, sacar algo más de Maradona, exprimir un poco más a Maradona, montar su propio circo con Maradona.
A mí que no soy nada, ni juez ni parte ni nada, ni familiar ni allegado ni nada, que no he tenido otro vínculo con él que el de haberlo querido de cerca, pero a la distancia (la distancia que existe desde la tribuna a la cancha), todo esto me llega pero un poco asordinado, desde un otro lado, un otro lado del dolor y del cansancio, de la saturación y la tristeza, del ahogo y la fatiga; desde un mundo intenso pero remoto, donde sigue pasando de todo, pero después de que ya todo pasó.
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