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Athanasius el descifrador

Escuché por ahí que los antiguos chinos, si tenían la intención de soltarte una maldición eficaz, te decían “que tengas una vida interesante”. Esa reivindicación implícita de los beneficios de una vida sosegada le fue ajena al jesuita Athanasius Kircher, de quien comenzamos a ocuparnos la semana pasada. Y no solo por aquel episodio puntual de su época de vulcanista, cuando, convencido de que la naturaleza es un jeroglífico a descifrar, descendió en las fauces del Etna buscando en la lava petrificada la explicación de sus llamas. También, y sobre todo, porque vivió una vida llena de aventuras físicas y espirituales.

A los quince años, Athanasius se pierde en un bosque (había caminado dos días para ver una obra de teatro) y pasa una noche arriba de un árbol para que no se lo coman los animales salvajes ni lo asesinen los ladrones. 1621: hace su noviciado en el colegio de Paderborn, donde se arriman con ánimo atroz las tropas del duque de Brunswick. La Guerra de los Treinta Años tiene lo suyo y a muchos de sus compañeros de estudios los ahorcan. Kircher y algunos de sus compañeros huyen. Cruzan la nieve, pisan el barro, no comen. Al cruzar el congelado río Rhin, sus pies rompen el hielo y él se hunde y aunque la corriente lo arrastra logra salir, sostenido por el Espíritu Santo. En Colonia estudia filosofía.

En 1623 se traslada a Koblenza, donde estudia y enseña griego. Consigue conchabo en el colegio de Heiligenstadt, adonde debe llegar atravesando una región dominada por la herejía protestante. Kircher se niega a vestir de lego y sigue manteniendo sus hábitos sacerdotales. Lo único que no puede hacer un devoto es ocultarse bajo su propia sotana. Unos soldados lo detienen, lo desnudan, y están dispuestos a colgarlo de las ramas de un roble para ver cómo agita la muerte las patitas de un católico, pero uno de ellos se apiada y le permite continuar vivo y seguir su marcha. Después dicen que la fe no hace milagros.

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Ya en Heiligenstadt enseña hebreo, sirio, matemáticas, escribe un libro sobre magnetismo y monta un dispositivo que demuestra el movimiento perpetuo. Que el instrumento falle no impide que su fama crezca. Escandaliza a los píos cuando descubre las manchas solares a través de un telescopio. El rector de Mainz le aconseja que limpie las lentes, porque Aristóteles llamaba al sol el primum incorruptibile, y este filósofo, como pasa después con Perón, nunca se equivoca.

En 1629 o en 1631 (la información es imprecisa), ya ordenado sacerdote, pide que lo trasladen a China. Nein, le dicen los superiores. En sublimación o venganza, unas décadas más tarde publicará su China monumentis, qua sacris qua profanis, nec non variis naturae & artis spectaculis, aliarumque rerum memorabilium argumentis illustrata, título aún más extenso, carente de todo florilegio, y más preciso y descriptivo de su asunto que ciertas obras literarias hoy en boga. Con buen criterio, los editores de antaño lo resumieron empleando el primer y último término: China illustrata. La obra –basada en informaciones de los misioneros jesuitas– parece contenerlo todo: desde precisiones cartográficas hasta estudios sobre las alas de los dragones, y sobre todo hace prevalecer la dudosa presencia cristiana desde la primera historia del Reino del Centro (del mundo) por encima de las religiones locales. Desde luego, esa es costumbre habitual en las religiones hegemónicas y etnocéntricas, que subsumen a las precursoras, convierten a sus dioses en santos o demonios, y definen todo elemento común a ambas como una intuición parcial de la verdad que la dominante pretende representar en su totalidad. En este caso, Kircher sostiene que los chinos descienden de Cam, hijo de Noé, y que Confucio es el nombre de Moisés. Dejando de lado esos deslices del sincretismo católico, lo importante es el esfuerzo totalizador y su pasión de lingüista. Kircher afirma que los caracteres chinos son jeroglíficos abstractos, discutiendo con un siglo de anticipación a Leibniz, que afirmaba que ese idioma era o debía ser la lengua universal.

Pero sus aportes para establecer racionalidad al problema central de nuestra especie, que es la Babel de las lenguas (“cada palabra, el peso del mundo”), no se limitan al idioma del Reino del Medio. Ya antes de su mamotreto chinófilo, en 1655, en su libro Edipo Egipcio (Oedipus Aegyptiacus) asegura haber encontrado la solución al enigma de los jeroglíficos egipcios, llave que en verdad solo encontraría Champollion un par de siglos más tarde. Una pena. Sin embargo, el error no nos importa, porque en la ciencia y en el arte la solución solo aporta su acierto y nos hace pasar de un asunto a otro. En cambio, el error siempre es inmensamente productivo, abre las posibilidades a la búsqueda del saber ya lo fantástico. El error es el caballo alado que arrastra nuestra imaginación. Y Kircher pensó el mundo como jeroglífico y al desciframiento como su misión. ¿Seguiremos? Faltan, todavía, el caso Voynich, y...