Irminsul era un pilar sagrado de los pueblos sajones que representaba la conexión entre el cielo y la tierra en la Germania del siglo VIII. Su destrucción, ordenada por Carlomagno, formó parte de una política destinada a imponer el cristianismo y a quebrar la resistencia pagana. Este acto constituye un ejemplo paradigmático de una estrategia que se repite a lo largo de la historia: la eliminación de símbolos sagrados como forma de desmoralización para ejercer control político.
Antes y después, muchos conquistadores comprendieron el poder de los símbolos y espacios sagrados. Y los destruyeron deliberadamente para desestructurar la cohesión espiritual de los pueblos que buscaban someter. Los romanos, durante la represión de la revuelta judía en el siglo I, ordenaron la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén. El general Tito terminó así con el núcleo espiritual del judaísmo y provocó un trauma colectivo que marcó el inicio de la diáspora y dejó una herida religiosa que aún perdura.
Siglos más tarde, los conquistadores españoles replicaron este patrón en América. En 1521, Hernán Cortés ordenó la demolición del Templo Mayor de México-Tenochtitlan, el centro religioso y político del mundo mexica. La caída de este templo fue un golpe simbólico devastador: su destrucción implicó el colapso de una cosmovisión y la instauración de un nuevo orden espiritual bajo el cristianismo. Del mismo modo, Francisco Pizarro y sus hombres, durante la conquista del Imperio inca, destruyeron huacas e ídolos sagrados, como los del Coricancha en Cusco. La profanación de estos lugares buscaba quebrar la resistencia espiritual de los pueblos andinos, allanando el camino para la evangelización y el sometimiento político.
Eliminar los símbolos sagrados de un pueblo fue y es una forma de aniquilar su poder interior, de vaciar su memoria colectiva y sustituirla. La destrucción de templos, rituales y mitologías no solo consolida nuevas religiones, sino también nuevos sistemas de dominio. En ese proceso, la apropiación simbólica del territorio convierte lo ajeno en propio: los espacios sagrados se resignifican bajo la lógica del vencedor, revelando cómo la violencia sobre los signos puede ser tan eficaz como la violencia sobre los cuerpos.
Desde luego, toda sociedad –pasada o presente– está atravesada por profundas divisiones de las que intentan valerse los conquistadores. Aun así, el lugar de lo sagrado posee una fuerza aglutinante capaz de trascender esas grietas. Lo sagrado, en sus múltiples formas, produce un espacio común en el que las diferencias se suspenden para dar lugar a una experiencia compartida. Allí donde el conflicto disgrega, lo sagrado reúne; allí donde la historia fragmenta, lo simbólico recompone. Por eso, la destrucción de los símbolos sagrados no solo implica la pérdida de una creencia, sino también la desarticulación de aquello que, más allá de las divisiones, permite a una comunidad reconocerse como tal. En esa dimensión radica el poder político y espiritual de lo sagrado: en su capacidad para fundar lo común.
Cabe preguntarse, entonces, qué puede ocupar hoy el lugar de lo sagrado en una sociedad profundamente laica y secular como la Argentina contemporánea. ¿Qué símbolos poseen aún la capacidad de trascender las grietas políticas, ideológicas o sociales? La pregunta es pertinente porque desde el siglo XIX la ofensiva conquistadora se ha valido de sectores de la clase dirigente para desarrollar una estrategia orientada a quebrar la soberanía popular. Como efecto de esta práctica no es de extrañar que, en la actualidad, queden pocos candidatos. Pero hay algunos que todavía es posible rescatar.
La universidad pública, como espacio de acceso al conocimiento y de movilidad social, conserva un aura de legitimidad y respeto colectivo debido al reconocimiento internacional de la calidad de sus graduados e investigadores. El Hospital Garrahan y la Agencia Nacional de Atención a la Discapacidad (Andis), emblemas del cuidado y la solidaridad hacia los más vulnerables, encarnan una ética compartida que trasciende banderías y cuya excelencia goza de unanimidad. Y la selección nacional de fútbol, con su potencia emocional y su capacidad de convocar a millones en una misma pasión, opera como uno de los pocos rituales colectivos en los que se encolumna la sociedad entera. Tal vez en ellos –en la educación superior, en la salud pública de excelencia y en esa elite deportiva mundial– sobrevivan las últimas formas de lo sagrado, aquellas que, sin recurrir a la trascendencia religiosa, siguen produciendo lo común en medio de una sociedad profundamente fragmentada.
Hoy peligran tres de esos pocos símbolos compartidos. La universidad pública, el Hospital Garrahan y el sistema nacional de atención a la discapacidad han sido objeto, en los últimos dos años, de un ataque persistente que excede toda racionalidad económica, aunque ese sea su disfraz. Es necesario, entonces, preguntarse si lo que se busca no es desmantelar los últimos lugares de cohesión social y sentido colectivo. ¿Habrá que esperar a que la AFA sea intervenida y la selección nacional suspendida para terminar de confirmarlo? Si eso ocurriera, quedaría demostrado que no se trata de una disputa económica ni política, sino de un intento de borrar lo poco que queda de sagrado en nuestra vida pública.
Y sin embargo, en medio de esta ofensiva despiadada, algo persiste. El hecho de que existan todavía esos símbolos y estén operativos habla de una suerte de milagro: muestra que siempre hay un resquicio para lo sagrado, un momento en que el cuidado, el conocimiento y la creación se conjugan para hacer comunidad. La amenaza actual, lejos de clausurar esa posibilidad, la convierte en una reserva de sentido que insiste, que actualiza una memoria de luchas al tiempo que las resignifica.
Sabemos que la filosofía debe cuidarse de pretender ser edificante, pero reconocer lo que existe es, para ella, un deber. Y estos nodos de sentido aún existen y hacen comunidad. No es poco. La resistencia puede pensarse hoy como un conjunto de prácticas que alcanzan su excelencia al poner en juego la amorosidad en la acción dentro de esos marcos institucionales sitiados. Su insistencia tiene la fuerza suficiente para rehacer lo común desde los restos.
Los diversos actores de la universidad pública, los equipos médicos del Garrahan y, sobre todo, la Scaloneta son los nuevos Irminsul de un pueblo bajo asedio que se rehúsa a desaparecer. Queda por ver si estamos a la altura de transformar el golpe en gesto creador, si todavía conservamos la obstinada capacidad de producir el milagro, es decir, de hacer que lo común resista, una vez más, la embestida conquistadora.
* Doctor en filosofía, especializado en teoría política y filosofía del derecho.