Apuntes en viaje

El borde roto

El hilo de agua que los dueños de casa llamaban río crecía entre los pedregales junto a un registro ronco, el eco cavernoso que llegaba hasta nosotros.

Foto: MARTA TOLEDO

Por un breve lapso, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces, o eso parecía; de a ratos el ruido cesaba y entonces sí acaecía el milagro. El hilo de agua que los dueños de casa llamaban río crecía entre los pedregales junto a un registro ronco, el eco cavernoso que llegaba hasta nosotros. Llegaba decía el sonido del río paseando sus aguas crecidas por debajo del puente de madera descolado, el rumor del aire leventemente moviendo las hojas de los fresnos. El río que corre mullendo sus aguas entre cipreses y sauces. También.

   En la explanada de enfrente se arremolinaban pequeñas ráfagas de viento. El aire estaba cargado de inspiraciones agudas. Niños y muchachas gritaban al unísono, aferrados a las barras de los artefactos gimnásticos. La plaza lucía más pequeña de lo habitual, cercada por árboles y casitas y el quiosco de ladrillo rojo. Era como un pañuelo de hierba tendido bajo el cielo mojado. Pese a la incongruencia del terreno, el pueblo estaba dispuesto en una cuadrícula perfecta: el bulevar central de quinientos metros de longitud lo partía al medio. 

   El aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, y nos expulsó del campo abierto para arrinconarnos junto al fuego que aguardaba dentro de la casa.

   Martín se reclinó en el sillón de madera junto al ingreso, estiró las piernas y echó hacia atrás la cabeza apoyando cómodamente la nuca en el respaldo. La fatiga flotaba y crecía en su interior como un humo fragante, nublándole los ojos y llenándole la nariz. Dejó caer flojamente las manos; clausuró los párpados. En un momento sonrió con una risa tonta; pero la imagen no llegó a formarse en su mente, o no se quedó allí el tiempo suficiente, de manera que no alcanzó a impedir aquella agradable y profunda inmersión en el sueño.

   Desde el ventanal principal podía verse la lluvia derramarse desde las hojas moradas de la hiedra. No cabían dudas que Martín se sentía feliz, porque su familia lo era, hasta se le podía adivinar el pensamiento. Su futuro estaba allí, junto a ellos, o en algún sitio similar, sin estos. Se incorporó, tomó un trozo de leña, y después de ponerlo con cuidado en el fuego, volvió a sentarse. La hija más pequeña dio un paso adelante; los otros dos chicos corrieron y se quedaron a los lados de la puerta, como soldaditos de plomo. Sus caras eran simpáticos nuditos de ansiedad. Uno de ellos llevaba un par de calzones de lienzo; el otro ostentaba una pesada camisa de algodón, o por lo menos la parte superior. El borde roto y deshilachado le llegaba a los pies. Martín parecía intrigado, como quien siente que anochece a sus espaldas. De súbito se levantó y se acercó hasta la cocina, para oler el caldo que hervía en la olla.

   Luego de la tormenta, a la hora en que nos fuimos a asomar, el río había perdido ya sus orillas. El amontonadero de agua junto al corral se hacía cada vez más espeso y oscuro. El lugar era precioso: había caballos, vacas, perros grandes y chicos, un puñado de ovejas y también estaban las gallinas; la tierra se ponía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas que parecían crecer con el tiempo. Y con todo y eso, con todo y las lomas verdes de más allá, la vida se iba gestando. Los nublazones ya no estaban –aunque se oía una llovizna callada–. En su lugar, había estrellas fugaces. Entonces el cielo se adueñó de la noche.