lenguas

La verdad intraducible

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

Nunca como hoy estuvo tan radicalmente cuestionada la creencia en la verdad de un dicho o un acontecimiento. Y eso no porque antes no se mintiera sino porque en el presente la plétora de artilugios productores de sentidos, que van desde la Inteligencia Artificial que simula voces y puede emplear la imagen de un líder político proponiendo votar a un candidato distinto del que propone su partido, hasta la producción de simulacros que yuxtaponen caras y cuerpos. De hecho, lo que se está disolviendo es la creencia en la realidad y lo que reina es un efecto donde cada palabra emitida es insostenible en sí misma, y la eficacia o verdad de una ideología se funda en la continuidad machacona y constante del sujeto que la emite. Digamos, o sea, Trump es el emperador global de ese recurso: no hay disparate que no diga y que no sea severamente amonestado o contrastado con cualquier otro que emita a continuidad: lo que importa no es lo que dice, porque carece de sentido,  lo que impera es su constancia en la propalación discursiva que dota de existencia a su persona física, que es el sustrato de su accionar: ocupa el centro del ring. 

La desmesura de Milei tiene una raigambre actoral superior a la de los políticos más sagaces

Por cierto, nuestro presidente no ha hecho otra cosa que celebrar el modus operandi de ese propalador de embustes, solo que, no habiendo tenido, como su ídolo norteamericano, un programa propio donde despedía a candidatos que libremente se postulaban a trabajar como esclavos en sus empresas, y no habiendo sido, en definitiva, un patrón como el americano sino el modesto empleado de una corporación poseedora de medios, se adosó a estos como panelista televisivo y los parasitó con el talento y la constancia  que la naturaleza le proporcionó, y amparado por la negligente complacencia de los operadores mediáticos, y así prosperó, a medias entre la extravagancia y el extravío, entre el desvarìo y el chamuyo econométrico esgrimido como espada flamígera del ángel Gabriel, y asì alcanzó la presidencia: con una pequeña ayuda secreta de sus amigos. No hay que quitarle méritos en su logro. Al contrario. 

Por supuesto, su gobierno, como era de prever, resultó catastrófico. Toda la catarata de indignación cívica que pudo representar y lo enancó en el sillón de Rivadavia ahora le reclama el cumplimiento de las promesas de campaña. Como siempre, las crisis que alientan los sueños imposibles de la Revolución solo alimentan las fauces hambrientas del fascismo, que se nutren de ilusión y devuelven violencia, robo y nepotismo. Pero sigamos, no desmerezcamos lo hecho por nuestro actual presidente. Su desmesura tiene una raigambre actoral superior a la de los políticos más sagaces. No temió disfrazarse como personaje de cómic (a la saga tal vez de su cosplayer favorita)  ni renunció a actuar en los teatros como paciente psiquiátrico-oracular de los destinos del país y de su propio futuro, y terminar envuelto en chaleco de fuerza y llevado a la ídem por dos actores-enfermeros. Lo suyo es un estilo que se ajusta al cuerpo que lo produce y que vanamente imita su recua de propaladores de streaming. Y ahì Milei es inimitable, insuperable, porque su catarata insultante y su estilo paranoide producen una neo lengua hecha de deformaciones deliberadas y degradantes de apellidos, funciones y prácticas reducidas en su mayorìa al cosmos de lo anal. Milei ha desnudado tanto su visible temor de que tales cataratas verbofecales algún día le caerán encima, como ha puesto en evidencia que la lengua es la lengua del poder, una lengua que, además de atravesar a quien la ejerce, sobrevive a este. Más allá de su duración eventual en el ejercicio del gobierno, lo que quedará es el modo particular en que usó esa lengua, como sacudió los modos congelados y protocolares de la enunciación, volviéndola una víbora que se revuelca en los estercoleros del imaginario colectivo y modificando las prácticas sociales en la dirección de lo soez y en la obscenidad vital de una violencia que, nada paradójicamente, se obstina en la eliminación cuanto menos discursiva del adversario, porque si hay algo que la lengua de Milei no tolera pero al mismo tiempo necesita como el agua, es un adversario al que oponerse  y al mismo tiempo silenciar. Alguien notará que el ejercicio complementario que aplica este deslenguado son las fuerzas variopintas de seguridad, que golpean calladas y no responden a interpelación alguna. 

En un pequeño pueblo de Calabria, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, se realizaron elecciones municipales. El Partido Comunista llevaba una boleta con la imagen barbada de Carlos Marx. Se la dieron a una viejita analfabeta. ¿Quien es este?, preguntò la viejita. El militante le dijo: “Es San Genaro, abuela. Votelo”.