Regreso a Dard
Las novelas policiales son las que con más facilidad permiten ciertas regresiones –me refiero a las regresiones como lector: ese retroceso a la trama, abandonando todo intento de vanguardia; esa vuelta al barro de la culpa, esa satisfacción elemental y pura, ese dejarse llevar por la historia como dejándose caer en paracaídas, mirando lo que pasa bajo los pies. Debo reconocer que a veces me avergüenzo un poco de los libros que llevo en el bolsillo, siempre descubro tarde los beneficios del bukku kaba japonés, esa costumbre que consiste en envolver los libros para que nadie sepa lo que estamos leyendo. También es cierto que nadie parece muy interesado en husmear lo que los demás leen, o al menos nadie parece particularmente interesado en lo que yo leo, de modo que al rato de lamentarlo advierto que mis lamentos no tienen sentido y puedo seguir leyendo olvidándome del mundo –que para eso leo.
Frédéric Dard entra en lo que se suele etiquetar como un escritor olvidado, pero ningún escritor es lo suficientemente olvidado como para que alguien de vez en cuando no lo recuerde. En casa salió a la luz una caja repleta de sus libros, y no tuve mejor idea que intentar descubrir qué era lo que en una época me había apasionado tanto de ellos, y como un pez que muerde el anzuelo a poco de leer un par de páginas –¡qué digo un par! ¡una sola!– estaba perdido. Llevo casi un mes leyendo a razón de una novela de Dard por día, y debo reconocer que he vuelto a vivir algo que pocas veces nos es dado experimentar en la vida, esto es, la lectura no como pasatiempo sino como relleno obsesivo: nada que no requiera el uso de otros sentidos y facultades (caminar, hablar, usar las manos, escribir, etc.) se suple leyendo: viajar en ascensor, esperar el colectivo, esperar la llegada de alguien en un bar... en fin, esperar.
Frédéric Dard es lo que se llamó un escritor profesional: solo su serie protagonizada y narrada por el comisario Sanantonio, escrita entre 1949 y 1990, hay 135 novelas, a razón de tres por año. Dard engañó a todo el mundo, haciéndole creer que el supuesto comisario realmente existía. Pero para que el engaño fuera efectivo debía seguir publicando sus propios libros, que suman algo así como 170 novelas más, policiales en su mayoría narrados en primera persona, visiblemente inspiradas en su amigo Simenon y en Louis-Ferdinand Céline: del primero parece haber adoptado la ligereza y el movimiento, del segundo el uso del argot y la tendencia a los neologismos desopilantes.
Por ejemplo, volví a leer Trampa en Edimburgo. Lo realmente inquietante es que lo que le ocurre al pobre protagonista podía haberle ocurrido a cualquiera de nosotros. Su estupidez es la nuestra –o al menos la mía–, y como nosotros –como yo– cae en todas las trampas que le tienden a su paso. El título de la novela es casi un spoiler: hay una trampa en Edimburgo, eso es cierto, pero por esa razón la novela original se titula La pelouse, El césped (más inteligentes, los editores españoles optaron por Césped sangriento: el césped está, pero el hecho de que anticipen que sobre ese césped se va a derramar sangre dice algo que Dard no tenía intenciones de decir). En cualquier caso es una novela adictiva, graciosa y burlona, cosa que no suelen ser las novelas policiales. Dard anda con pies de plomo, avanza con extrema lentitud, dando cuenta de todo lo que ve y opinando al respecto, siempre haciendo gala de incorrección: no hay nada más aburrido que una novela políticamente correcta.
Ahora decidí adentrarme en las novelas de Sanantonio, más incorrectas aún: el narrador es un comisario parisino, si hubiese creado a un policía de París tolerante y empático nadie se lo hubiese creído. Clientes para la morgue (el título es tan bueno que es traducción literal del francés) volvió a sumirme en esa práctica olvidada, que consiste en leer por leer, sin otro fin que maravillarme y reírme solo. Leyendo a razón de una novela por día tengo la diversión asegurada hasta comienzos del año que viene.
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