Apuntes en viaje

Sofía

Todo sigue siendo muy soviético. Le digo que me gusta y él dice que, aunque nació aquí, no siente que Sofía sea su ciudad.

Foto: MARTA TOLEDO

Ayer paseamos con Kalina, una joven periodista que habla español, por una Sofía tremendamente soleada y luminosa. Los grandes edificios públicos resplandecían. Sus muros están impecables a diferencia del resto de los edificios, esos donde la gente vive o tiene su comercio, completamente grafiteados. El comentario desde que llegué al aeropuerto es que antes, a mediados de diciembre, la ciudad estaba llena de nieve. Este año, si estás un rato largo en el sol, es posible vestir musculosa y pantalón corto. Así ha cambiado, aunque haya presidentes que nieguen el calentamiento global. En la plaza frente al Parlamento aún queda el chancho gigante de la manifestación de la otra noche, la que obligó a renunciar al primer mandatario, representado por el chanchito rosa, y a su gabinete.

Sin embargo, nadie festeja y todos siguen en sus trabajos, una jornada común y corriente.

Después de un día de postal turística, hoy amaneció gris y frío. Vamos con Kaloyan, mi traductor, a la televisión estatal y a la radio. Todo sigue siendo muy soviético. Le digo que me gusta y él dice que, aunque nació aquí, no siente que Sofía sea su ciudad. Tomamos un café y nos encontramos con Svidna, una profesora muy simpática. La gente en general me parece superamable. Todos quieren enseñarme los lugares que vale la pena ver y también me compadecen por el largo viaje que hice hasta aquí. Y el largo viaje que aún me espera. Se ofrece a acompañarme a comprar souvenirs.

Caminamos por el mercado de Navidad, que ocupa la mitad de la plaza del Palacio de la Cultura, los villancicos son infernales, toda la decoración recargada, pero hay rico olor a salchichas y castañas. El aceite de rosas y todo lo que sale de las rosas es algo típico de Bulgaria: jabones, cremas, perfumes, caramelos, dulces… Svidna me cuenta que el aceite de rosas es carísimo pues se necesitan no sé cuántas toneladas de pétalos para que la destilación llene apenas un frasquito. Entramos en algunos locales, el olor a talco de señora grande (eso era para mí el olor a rosas en la infancia) sale por las puertas cada vez que alguien entra e inunda la calle, se queda en la ropa, en las manos. Seguimos caminando hasta el antiguo Mercado de las Mujeres que, me advierte, ya no es lo que era. Antes de llegar a este mercado a cielo abierto, con muy pocos puestos y movimiento, atravesamos calles con tiendas de ropa que se parecen bastante a Balvanera. Y también las ruinas de la antigua Sofía, que se encontraron cuando estaban excavando para construir un hotel. Datan de la época de la ocupación romana.

Entramos a la tienda de una artesana y me muestra los kukeri, unos muñecos con máscara, peludos y con un cencerro en la parte de abajo. Es una tradición muy antigua: en el invierno, al comienzo o a mediados, se celebra en todos los pueblos de Bulgaria. Los días cortos son considerados sucios: la poca luz del sol, las largas horas de tinieblas, permiten que los malos espíritus salgan a la calle y se apoderen de la gente. Los hombres se disfrazan con máscaras y trajes de piel, con un cinturón que lleva colgados cencerros enormes, y bailan para ahuyentar la maldad. Svidna dice que es hermoso y aterrador verlos. En un local de yuyos me explica para qué es cada uno. A la vendedora no le gusta que demos tantas vueltas y no compremos inmediatamente, así que nos trata mal. Me voy con dos ramos grandotes de mulsaski, una hierba poderosa, buena para los bronquios, que crece en la montaña.