OPINION

El insulto y la mentira como método en el gobierno de Milei

“El fascismo, quiero repetirlo, no ha sido capaz de arañar el alma del pueblo; el nuevo fascismo, mediante los nuevos medios de comunicación y de información (ejemplo, precisamente, la televisión) no solo lo araña, sino que lo ha lacerado, violado, embrutecido para siempre”. Del escritor y director de cine Pier Paolo Pasolini.

Foto: cedoc

Insulto ¿Qué es un insulto? Un filósofo italiano propone una observación bien interesante: “Los lingüistas han demostrado que el insulto no ofende a quien lo recibe porque lo inscribe en una categoría particular (por ejemplo, aquella de los excrementos, o de los órganos sexuales masculinos o femeninos), según la lengua, lo cual resultaría simplemente imposible o, de todos modos, falso”. El insulto resultaría eficaz porque no funciona como una definición demostrable, “sino más bien como un nombre propio, porque llama en el lenguaje de un modo que aquel a quien se llama no puede aceptar, y del cual, sin embargo, no puede defenderse (como si alguien se obstinase en llamarme Gastón, sabiendo que me llamo Giorgio)”. Concluye Giorgio (Agamben, 2007): “Aquello que ofende en el insulto es, entonces, una pura experiencia del lenguaje y no una referencia al mundo”.

Hay dos rasgos interesantes que se desprenden de esa conclusión: por un lado, el insulto como una forma violenta de desconocimiento de los otros, un ataque al modo en que cada quien, con todo derecho y desde lo más íntimo de su existencia, se siente parte de los seres de este mundo y desea ser nombrado; por otro lado, la autoeximición de quien insulta de la debida rendición de cuentas, ya que la lógica interna del insulto escapa a cualquier “referencia al mundo”, hecho que la digitalización de la experiencia permite llevar a su máxima expresión. Y un elemento adicional para dar cuenta del fenómeno: cuando todo puede ser dicho, pierde importancia el contenido –como sucede con el insulto en sí mismo– y se vuelve más relevante el lugar de enunciación que, en este caso, es tanto el descontento de una parte de la sociedad precarizada y el odio antipopular de otra parte (en parte responsable de la precarización), como el líder de turno que pone al Estado a disposición de la agresividad. La potente tradición de los derechos humanos, desde las Madres hasta acá, acuñó un sintagma para esto último: violencia institucional.

Ocurre que, en el marco de un cambio de época signado por la irrupción definitiva de la interface digital y la pérdida de legitimidad de lo público en tanto tal, el insulto y la mentira en gobiernos como el de Milei no se reducen a exabruptos, producto de la “espontaneidad” (según sus defensores) o de la barbarie (según sus detractores), sino que forman parte de una metodología. Sin embargo, no puede soslayarse otra dimensión de la máquina de hacer insultos, como es la tonalidad recurrente de pillería popular. Una suerte de interpelación a los bajos fondos de nuestra sociedad castigada, una búsqueda de complicidad en el castigo y la burla contra los representantes solemnes, los pedagogos de toda estirpe, esos sabiondos que se pasaron de largo, que no advirtieron el último girón del mundo: ya nadie cree demasiado en el sistema político, ni en buenas formas, ni mucho menos en horizontes prometedores.

Pero hay dos aspectos especialmente irritantes en el sesgo fascistoide del gobierno de Milei. En primer lugar, la mayoría de las veces, ni el Presidente ni sus acólitos se hacen cargo de sus dichos. El fascismo posmoderno (según la definición de Paolo Virno) carece de la convicción del fascismo histórico, que se reafirmaba en la violencia y pretendía sostener con argumentos o epítetos providenciales todas y cada una de sus agresiones. El intelectual fascista Giovanni Gentile justificaba la violencia de los escuadristas como una forma de imponer el orden hasta que, una vez ocupado el Estado, “la voluntad de la ley anula la voluntad del delincuente: se trata de una santa violencia”. (¿Qué es el fascismo?, Giovanni Gentile, 1925).

En cambio, el fascismo posmoderno del gobierno de Milei y sus seguidores no se hace cargo de lo que declara ni de los motivos reales de sus medidas políticas; de hecho, muchas veces habla como si no estuviera en el gobierno. Como le pasa a Micky Vainilla (personaje del programa Peter Capusotto y sus videos), quien compone canciones con contenido neonazi, pero no se hace cargo en lo más mínimo de su sesgo; repite una y otra vez que solo hace pop, “pop para divertirse”. Su aspecto hitleriano, algo andrógino, los símbolos que usa, los tópicos que dan letra a sus canciones, no dejan dudas. Pero lo distintivo no es tanto el contenido como el gesto: tirar la piedra y esconder la mano, paradójicamente, a la vista de todos. Entre risotadas, estamos tentados de pensar que no se trata de un neonazi, sino de un psicópata. Con Milei no es muy distinto, solo que su aparente “locura” forma parte de una muy normal psicopatía del presente.

El gobierno de Milei parece imitar a los nazis y los fascistas de antaño en un típico procedimiento que roza la humillación: proyectar en los otros las acciones y responsabilidades propias, incluso al punto de convertir a las víctimas de su accionar en victimarios, en seres oscuros y perversos que merecerían el peor de los castigos. De ese modo, los insultos no solo estarían justificados, sino que se convertirían en un acto de justicia (santa justicia). Solo que, en lugar de disponer patotas o grupos de choque con presencia callejera, exponen a púberes tardíos en manifestaciones, los mandan a provocar para luego acusar de “violentos” a quienes se movilizan.

En semejante cancha embarrada nadie puede decirse libre y, de hecho, el propio Gobierno, que toma a la “libertad” como eslogan, no hace sino confundirla con la completa desregulación de la vida. En realidad, la libertad, como asunto que excede a los individuos y aparece como un vector más en el enjambre, tiene que ver con la posibilidad de las personas de errar, es decir, de tantear la existencia, probarse máscaras, volver sobre sus pasos y rehuir cuanto sea posible a la fijación de la “esencia”. Mientras que los nazis y los fascistas fueron movilizados por un fervor esencialista que fundamentaban teórica y estéticamente, pero también en términos de vitalidad su supremacía y, como reverso, la calamidad del resto. Los esencialmente superiores contra los esencialmente inferiores. Escribe en la revista Left el periodista, dramaturgo y político Giulio Cavalli: “En la concepción fascista, como en la de todos los totalitarismos, vivía este residuo de feudalismo torpe y arrogante; el germen del racismo está aquí: la idea de una clase elegida, compuesta por privilegiados, jerarcas, superhombres que tienen derecho a gobernar los Estados porque la Providencia los ha hecho así, y porque esta distinción entre pobres y ricos, entre amos y sirvientes, sería una distinción fatal querida por Dios”. El fascismo posmoderno combina esencialismo y relativismo a demanda.

Al mismo tiempo, no solo se estigmatiza y anula de antemano a los adversarios, sino que, estratégicamente, se los pone a la defensiva. Por ejemplo, el progresismo argentino empeña un tiempo y unas energías en denunciar la crueldad del Gobierno que le impiden pasar a la ofensiva; mientras tanto, Milei se jacta públicamente de ser cruel con ellos, nada menos que en el Yacht Club de Puerto Madero, ante un puñado de ricachones embrutecidos. Es decir, que no solo la denuncia de crueldad no le hace mella, sino que confirma la estructura comunicacional del Gobierno. Es importante empezar a advertir que, como ocurrió durante el fascismo histórico, según señala Giulio Cavalli, el insulto forma parte de un “programa de dominio”. Y la dominación no se denuncia por su “insensibilidad”, sino que se resiste, se combate.

Mentira. A través de la lógica de las redes sociales es demasiado fácil sacarle el cuerpo a la palabra. O, directamente, hacer proliferar una palabra sin cuerpo. La referencia a hechos concretos o la corroboración de información con un mínimo principio de objetividad es directamente descartada; no forma parte de los criterios de construcción de realidad. Gobiernos como el de Milei no necesitan a las masas de su lado en las calles, más bien, al contrario, repudian la movilización social, la reprimen con la policía corrompida, la perturban con la intromisión de infiltrados y la enchastran con la repetición al infinito de más y más mentiras.

Por otro lado, la comunicación digitalizada no se corresponde con un régimen de verdad, sino con la imposibilidad de algo que pueda ser considerado verdadero, por eso, las fake news no deben ser tomadas por falsedades pasibles de desmentida mediante buenos argumentos o información fiable. Se parecen más a golpes de efecto vacíos por principio, las fake son fuerzas que operan, impactan y se disuelven, no admiten historia ni contraargumentos. Es sintomática, al respecto, la búsqueda periodística de las huellas de un posteo o cualquier otra publicación virtual.

El fascismo declarativo del gobierno de Milei arrastra algo del viejo supremacismo, pero bajo los efectos del relativismo posmoderno. Su anticomunismo no es como el de Mussolini, con detenciones sumarias, secuestros, torturas y asesinatos a escala. Tampoco se destaca por su fuerza paraestatal enfundada en ropajes renegridos y porras a la orden del día. Hay algo de fantasmático en la evocación de un comunismo que Milei ve por todos lados, pero nadie encuentra. Mientras que la subjetividad propietaria, que fue uno de los pilares del fascismo moderno, resurge ahora, espectral, como aspiración de jóvenes y no tan jóvenes encandilados con quehaceres financieros. El deseo de imponerse, la relación inmediata entre voluntad y resultado, la mordedura de una vida de loser, parecen alimentar la aventura de Milei.

Pasolini señalaba la poca pregnancia del fascismo en las culturas y rituales que formaban parte de la Italia consuetudinaria. En todo caso, lograba gracias a intereses concurrentes o por la fuerza la adhesión de distintos sectores, pero bastó que la derrota a manos de la lucha partisana se consumara para llevarse con su líder colgado de un puente toda la ampulosidad de su lenguaje y sus impostaciones. En cambio, el cineasta y poeta italiano veía en la televisión y las nuevas formas de comunicación emergentes un gran potencial de modificación real de la matriz sensible de la sociedad. Hoy la irrupción digital parece acreditar con creces sus advertencias. Entre un supremacismo algo demodé y los métodos políticos tecnológicos más recientes se mece la suerte de las ultraderechas actuales y su inscripción duradera o pasajera en el sentido común de la sociedad dispersa.

El historiador Federico Finchelstein (Aspirantes a fascistas, 2025) escribe: “Los fascistas no solo creen sus mentiras, sino que también quieren transformarlas en realidad”. Para el gobierno de Milei, como para el fascismo de la década del 30, “las mentiras son un pilar clave”, pero esta vez no se trata de un dispositivo propagandístico fuertemente atravesado por contenidos ideológicos internamente coherentes, sino de una maquinaria de simulación y producción de realidad que prolifera borrando sus propias huellas. En ese sentido, las mentiras de Milei se eximen de criterios que permitan identificar o no alguna pretensión de coherencia.

Milei convierte cada cosa que toca en una falsedad –eso decía el sobreviviente Víctor Klemperer de los nazis–, pero, a diferencia del momento nazi-fascista, el método mitómano actual se basa en soluciones algorítmicas y en la capacidad de correr el arco permanentemente a las interpelaciones. Entonces, no se trata solo de mentiras, sino de una forma frenética de marcar la agenda diaria, inundándola de pescado podrido. La mentira, una vez consumada, es reiterada y su circulación acelerada, más allá de toda desmentida o argumento en contrario. Y cuando alguno de los referentes libertarios es confrontado por un periodista o un oponente político, no se molesta en defender lo declarado, sino que, como ocurre con los insultos, desconocen la autoría.

Si durante la década del treinta y comienzos de la década del cuarenta las experiencias nazi y fascista edificaron una suerte de realidad alternativa a partir de la imposición de verdades trascendentes, el fascismo posmoderno opera en virtud de un realismo digital tan precario como tautológico. No es la verità santa de Mussolini, donde los aires de grandeza, la condición sagrada de lo producido por los líderes sustituye a la verdad empírica. Ahora la prepotencia de las publicaciones virtuales vistas, comentadas o repetidas por millones de usuarios decretan el final de toda discusión, antes de que esta tenga lugar. Como decíamos, no es un régimen de verdad, sino una forma precaria de realismo algorítmico. No se trata de un uso virtuoso del lenguaje, sino de frases pacatas y razonamientos que suenan infantiles. No son enunciados que se articulen (por ahora) con la matanza sistemática de disidentes y opositores, sino con medidas de gobierno que atacan a sectores y actores escogidos.

En ese sentido, la apuesta de la ultraderecha actual tiene un antecedente, para nada lineal, en la experiencia nazi-fascista que “se metía en la carne y en la sangre de las personas con palabras, expresiones y estructuras oracionales sencillas” que imponían a la población “en un millón de repeticiones” (según lee Finchelstein en el libro de Klemperer). Hoy la tiranía y omnipresencia de la opinión lábil sustituye a la edificación de una welanschauung (cosmovisión, ideología). Por eso la reacción indignada aparece tan ineficaz. En un momento en que la banalidad toma la esfera pública, se requiere una disposición antifascista continua; como sugiere Diego Tatián en un artículo reciente, “una paciencia crítica que revela lo siniestro en la banalidad”.

Consentía Giovanni Gentile en 1925: “El escuadrismo y el ilegalismo cesaban y delineaban los elementos del régimen querido por el fascismo”. Es decir, que el fascismo marchaba –literalmente, en la Marcha sobre Roma a fines de octubre de 1922– de la ilegalidad hacia una forma de legalización de sus prerrogativas. Las ultraderechas actuales, el fascismo posmoderno, parecen hacerlo en sentido inverso, ya que van por el Estado mediante elecciones legalmente concebidas, para marchar hacia la ilegalidad en el ejercicio del poder, todo cuanto se les permita.

Realismo algorítmico y comunidad clandestina. El progresismo, el liberalismo honesto y la izquierda tienen un problema. Correr detrás de la fabricación de falsedades al por mayor se volvió una tarea insalubre y frustrante. Digamos que un periodismo con voluntad de chequeo o una ciudadanía que conservase, como pepitas de oro, el deseo de informarse y acercarse a la complejidad de la realidad, no cuentan ni con el tiempo ni con los recursos necesarios. Es que el periodismo y el ciudadano son dos figuras que se consolidan en las postrimerías de la Revolución Francesa, mientras que los mecanismos propios de la gobernanza high tech se corresponden con un mundo que busca dejar atrás la lectura, la relación entre sentido común y experiencia y, en definitiva, toda complejidad de lo real. En ese sentido, si bien se puede afirmar que Milei es, como dice Finchelstein de Trump, un “fascista vocacional”, es más importante detenerse en los mecanismos digitales de la época (comunicativos, financieros, conductuales) como condición de posibilidad. De hecho, el ataque indiscriminado de Milei a distintos periodistas se revela un ataque al periodismo en sí mismo, caracterizado como un intermediario tramposo y sobornable, en comparación con las redes sociales como contraejemplo por su “transparencia” y relación directa.

Por otro lado, es un error acusar, de manera dualista, pura emocionalidad en las audiencias y electorados de la ultraderecha, para reservarnos el uso de la razón. La disputa pertenece al campo de la afectividad que también nos incumbe, entre formas simplistas entremezcladas con deseos fascistas, unas veces punitivos, otras supremacistas, y formas de sentir más porosas, conflictivamente afines a la vida en común, la defensa del ecosistema y la justicia social. Al mismo tiempo, el hecho de que la época tendencialmente le dé la espalda al arte de argumentar no significa que lo recomendable sea abandonar esa forma de la inteligencia colectiva, ni mucho menos adaptarse a los mecanismos de la gobernanza high tech o aspirar ingenuamente a contar con los propios influencers. Renunciando a la formación política o a la intervención densa y apasionada en el debate público, solo se alimentaría un derrotismo funcional.

La respuesta a la lógica de las redes sociales y del universo algorítmico no está en las redes, sino en una exploración de otros modos de vida que nos debemos. Es, en todo caso, desde esa exploración que resultará más o menos posible reapropiarse de la imaginería digital. En primer término, bastaría con registrar experiencias alternativas de toda índole, ejercicios de ampliación de la percepción que existen. En el fondo, corrernos de la perspectiva única de los macroprocesos para advertir nuestras posibilidades concretas en situaciones que no están predeterminadas, sino que forman procesos a la escala de nuestras posibilidades de actuar e incidir. Esto, a su vez, no significa desconocer las relaciones de fuerza de gran escala, sino un replanteo sobre el modo en que puedan articularse las “situaciones” y los niveles macro –economía, instituciones, procesos de lucha a escala global, etc.– (Del contrapoder a la complejidad, junto a Miguel Benasayag y Raúl Zibechi, recogemos algunas experiencias y avanzamos algunas ideas al respecto).

La nueva casa digital en la que vivimos sin conseguir aún habitar –porque, en parte, también somos otros respecto de los que éramos– transforma los encuentros vitales, los subterfugios de la amistad y la imaginación política que germina aquí y allá en experiencias clandestinas. Pero esta vez, la clandestinidad no va asociada a una forma de ilegalidad, sino que permanece en el terreno de la sustracción o la hibridación respecto del espectáculo y del cálculo algorítmico. La vida que insiste, renuente a big data y a la actividad de los community manager; quién sabe, gesta sin proponérselo nuevas situaciones o incluso nuevas instituciones, es decir, nuevas formas de estar en común y de producir legitimidad.

Para luchar contra el método del insulto y la mentira, comencemos por no mentirnos a nosotros mismos, por no insultar con nuestras prácticas lo que decimos desear. La nostalgia es una bella fuente literaria, pero no es un estado de ánimo óptimo para la acción política. Contrariamente a la militancia triste y el pragmatismo del poder, que depone toda apuesta legítima en favor de la conservación de recursos y jerarquías, nos toca encontrar un nuevo vigor, un pragmatismo tan vital como descarado cuyo punto de partida sea lo que consideremos innegociable. Ya lo dice el susurro malicioso: “En la guerra y en el amor todo vale”. Pues bien, está en juego el amor a la vida y nos vienen haciendo la guerra.

*Ensayista, docente e investigador (Unpaz, UNA, IIGG-UBA), codirector de Red Editorial, integrante del IEF CTA A y del IPyPP, autor de Nuevas instituciones (del común), entre otros; coautor de La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco) –con Miguel Benasayag–, Del contrapoder a la complejidad –con Raúl Zibechi y Miguel Benasayag–, y El anarca (filosofía y política en Max Stirner) –con Adrián Cangi–, entre otros.