Lo que está en juego en las elecciones chilenas (y en Latam)
Si la extrema derecha triunfa en las urnas, la centroderecha podría entrar en su crisis más profunda desde el retorno a la democracia, perdiendo su rol como eje articulador del sistema político. En la izquierda enfrentan su propia encrucijada, con la pérdida de sintonía con la ciudadanía y la fragmentación del progresismo. La misma ecuación se repite en otros países de América Latina.
Hoy Chile celebrará una de las elecciones más complejas y determinantes desde el retorno a la democracia. Más de 13 millones de votantes, junto con escoger un nuevo presidente y renovar el Congreso, definirán si en el país se conservará un centro político capaz de moderar los extremos, o si, por el contrario, se consolidará una nueva polarización estructural que redefina el sistema partidario.
Todas las encuestas confirman que la moderación está en retirada y que los extremos nuevamente serán los protagonistas de estos comicios. El país parece no haber aprendido del doble fracaso constituyente –primero con la propuesta de la extrema izquierda, luego con la de la extrema derecha–, tras el mayoritario rechazo de una ciudadanía que reaccionó ante la rigidez y el exceso de ideología de ambas propuestas.
¿Resulta paradojal que tras este reciente rechazo los chilenos vuelvan a apostar por los extremos? La verdad es que, mientras no se reforme el actual sistema político, la fragmentación y la polarización seguirán afectando las lógicas y conductas del mundo político y los procesos electorales, sin importar el daño que generan.
Según la última encuesta CEP (octubre 2025), solo un 4% de los chilenos confí en los partidos políticos, un 6% en el Congreso y un 3% en los políticos en general. Estas cifras reflejan un descrédito transversal que afecta tanto a la derecha como a la izquierda, y que ha abierto espacio para fuerzas antisistémicas. En paralelo, la encuesta Cadem muestra que un 68% percibe que Chile está “polarizado”, y Criteria revela que un 54% cree que ningún bloque político representa sus intereses. En simple, los chilenos sienten que el sistema político los ha abandonado y no es capaz de resolver ningún problema.
El futuro de la centroderecha chilena se definirá hoy, en las elecciones presidenciales y parlamentarias, tras más de tres décadas de hegemonía. Durante este período la alianza UDI, RN y, más tarde, Evópoli fue sinónimo de gobernabilidad, administró con prudencia, equilibró la agenda económica y fue un contrapeso institucional a los gobiernos de la ex Concertación y la ex Nueva Mayoría. Pero desde el estallido social de 2019 ese equilibrio se quebró.
La irrupción del Partido Republicano de José Antonio Kast y luego del Partido Nacional Libertario de Johannes Kaiser tensionó y fracturó al sector, pues su crecimiento se cimentó en un cuestionamiento a la derecha tradicional agrupada en Chile Vamos. Los republicanos y los libertarios arremetieron con fuerza en contra del diálogo y los acuerdos logrados con la oposición en las últimas tres décadas. Los cuestionaron por dialogar con una izquierda que ellos tildaron de golpista y antidemocrática, principalmente por el coqueteo con la violencia en pleno estallido y por el intento de refundación del sistema político, económico y social que empujaron en el primer proceso constituyente. Pero lo concreto es que demonizar el diálogo y los acuerdos en política es en definitiva atentar contra la esencia de cualquier democracia.
En el último tiempo la estrategia de la extrema derecha ha empujado a la centroderecha a una suerte de paradoja que tiene que ver con acercarse a los extremos y perder legitimidad democrática, o distanciarse, corriendo el riesgo de caer en la irrelevancia, como le sucedió a la centroizquierda (hoy socialismo democrático) con la irrupción de la camada de nuevos partidos de extrema izquierda, hoy agrupados en el Frente Amplio.
Si en las próximas elecciones Kast o Kaiser llegan a La Moneda, habrá un reordenamiento entre fuerzas en las derechas. En esta reconfiguración incidirá, por cierto, la posición que obtenga Evelyn Matthei –no da lo mismo si sale en tercera o cuarta posición– y la cantidad que cada bloque obtenga de diputados y senadores.
El costo dentro de la coalición de centroderecha es distinto para cada partido. Sin duda, la UDI es la que puede salir más golpeada con la derrota de la carta de su partido, ya que RN tiene a su favor, y sin duda lo utilizará llegado el minuto, que llevó dos veces a la presidencia a Sebastián Piñera.
También marcará el futuro del sector el resultado de las parlamentarias, aunque hasta ahora no existe mucha claridad de cómo afectará el hecho de que el sector haya ido en listas separadas. Pero a la hora de las apuestas es Chile Vamos, al tener más parlamentarios, el que más arriesga en las próximas elecciones.
Como último elemento está la eventual fuga de militantes UDI y RN que podría generarse a los partidos de extrema derecha, en línea con lo que ha venido ocurriendo en el último tiempo.
“Los de siempre”, y “los del cambio”. Según Criteria (septiembre 2025), solo el 19% se identifica con la izquierda o centroizquierda, frente al 34% que se define de derecha o centroderecha, y un 47% que no se siente parte de ningún sector.
Esta disociación política probablemente tendrá un efecto en el voto de castigo, ya que la ciudadanía no distingue ya entre derechas o izquierdas, sino entre “los de siempre” y “los que prometen cambio”.
El Frente Amplio, que en sus inicios prometía renovación, ha envejecido políticamente en tiempo récord. El Partido Comunista, con una candidata presidencial competitiva por primera vez, busca capitalizar el descontento, pero enfrenta el dilema de crecer sin romper con sus socios de gobierno. Y el Socialismo Democrático cruza los dedos para pasar las parlamentarias y no desaparecer en el intento. En la práctica, la izquierda llega a los comicios dividida, desgastada y sin narrativa cohesionada.
Tal vez la arremetida del presidente Gabriel Boric en contra de Kast en plena campaña electoral tiene que ver con una apuesta de que la candidata del oficialismo, Jeannette Jara, no será la próxima presidenta de Chile y, en ese contexto, la estrategia del mandatario es devenir en el líder de la oposición, salvar del abismo al Frente Amplio y convertirse, en cuatro años más, nuevamente en presidente de Chile.
Fragmentación inédita. Como verán, Chile enfrenta un proceso de fragmentación y polarización política inédito. En las elecciones parlamentarias de 2021 participaron más de veinte pactos o subpactos, y todo indica que 2025 batirá un nuevo récord. El Congreso se ha convertido en un mosaico de micropartidos, movimientos personales y bancadas volátiles.
La consecuencia más visible de esta fragmentación política será, probablemente, una pérdida sostenida de gobernabilidad. La autoridad se diluirá y en poco tiempo la responsabilidad política se evaporará en un sistema donde las coaliciones ya no lograrán construir mayorías estables ni en la Cámara ni en el Senado. Cada ley se seguirá negociando caso a caso, como si cada votación fuera un plebiscito moral más que una decisión de Estado. La política se volverá táctica, episódica y reactiva, atrapada en la inmediatez y sin capacidad de resolver los problemas de la gente.
La fragmentación también bloqueará cualquier posibilidad de avanzar en las reformas estructurales que podrían estabilizar el sistema. Cambiar el régimen presidencial, rediseñar el sistema electoral o fortalecer los partidos requiere acuerdos amplios que hoy son imposibles. El sistema chileno ha entrado en una trampa circular y la polarización impedirá las reformas, y la falta de reformas seguirá alimentando la polarización.
Tenemos un problema institucional y ético; una crisis moral de la república. Los mismos actores responsables del deterioro son los llamados a repararlo. Según la CEP, el 82% cree que los partidos “solo buscan el poder”y el 74% considera que los políticos “no entienden los problemas reales de la gente”. Esta desconfianza profunda convierte en paradoja cualquier intento de reforma. Estamos atrapados.
En este contexto de fragilidad democrática pueden surgir liderazgos populistas que pueden llevar al país por caminos de insospechadas consecuencias. Además, si un sector extremo llega al poder sin voluntad de diálogo, la conflictividad social podría escalar rápidamente. Chile es un país con memoria de fracturas recientes, con una clase media precarizada y un sistema institucional fatigado. Gobernar desde un extremo, sin acuerdos, puede reactivar las tensiones latentes del estallido social, esta vez con menor legitimidad y mayor frustración.
El verdadero campo de batalla. Aunque la atención pública se concentra en la carrera presidencial, el verdadero campo de batalla será el Congreso. Con el sistema proporcional vigente, ningún presidente podrá gobernar sin negociar. Los acuerdos parlamentarios definirán la estabilidad o el bloqueo del próximo gobierno.
Una victoria de la derecha extrema con mayoría parlamentaria sería un terremoto político. La desaparición del centro transformaría la política chilena en una dinámica de vencedores y vencidos, con la institucionalidad como daño colateral. Un gobierno sin contrapeso moderado podría impulsar reformas ideologizadas y abrir un ciclo de conflictividad social sostenida.
Una victoria presidencial de la derecha extrema sin mayoría legislativa bloquearía y tensionaría al Ejecutivo. El desgaste institucional podría derivar en un gobierno que recurra al discurso plebiscitario y a la movilización social para legitimar su agenda.
Sin embargo, la supervivencia de la centroderecha con poder parlamentario permitiría un equilibrio precario, siempre que logre renovar su discurso y ofrecer estabilidad. Sería la última oportunidad de recomponer confianzas.
El Congreso será el termómetro de la gobernabilidad y si la política se termina reduciendo a la confrontación sin acuerdos, el país podría entrar en un ciclo de parálisis legislativa con alta frustración ciudadana.
Política emocional. El auge del populismo es una consecuencia, en un contexto de desconfianza y desigualdad percibida, donde los discursos antiélite prosperan. Tanto Kast en la derecha como los sectores más radicales del progresismo en la izquierda apelan a la indignación.
La política chilena se ha emocionalizado. Las campañas ya no buscan convencer, sino movilizar. Las redes sociales sustituyeron a los mítines, y la viralidad reemplazó al debate. Y corremos el riesgo de que la conversación pública se siga degradando en una espiral de indignación, donde la moderación sea vista como debilidad.
En sociedades con baja confianza institucional, la gobernabilidad depende más de la capacidad de generar consensos que del poder formal. Si quien gobierna no reconoce esa necesidad, el conflicto dejará de ser político y probablemente se volverá social. En un país donde la protesta es un mecanismo habitual de presión, un gobierno sin ánimo de acuerdos podría enfrentar un nuevo ciclo de movilización, bloqueos legislativos y crisis de legitimidad.
La política contemporánea es comunicación. En Chile, los partidos tradicionales no han sabido leer el cambio cultural pos-2019. La derecha sigue hablando desde la gestión, la izquierda desde la moral, y la ciudadanía desde la desconfianza.
Los partidos enfrentan tres tareas urgentes: reconstruir una narrativa coherente, recuperar presencia territorial y modernizar su comunicación digital. En un escenario de fatiga democrática, la legitimidad no se recupera con discursos, sino con coherencia práctica, con acciones y no con eslóganes.
La centroderecha tiene una oportunidad si logra combinar su tradición institucionalista con un lenguaje más humano y conectado. La izquierda, por su parte, debe recuperar el sentido de propósito y volver a representar la esperanza antes que la queja. La política chilena, en su conjunto, necesita volver a hablar con el país, no sobre el país.
Sin centro, los acuerdos entran en riesgo. Las elecciones decidirán quién gobernará y cómo se gobernará el Chile de los próximos años, con el riesgo de que se consolide una estructura política incapaz de llegar a acuerdos.
Si un extremo asume el poder sin voluntad de diálogo, el país enfrentará un escenario de conflictividad social sostenida. Los movimientos sociales, los gremios y las regiones podrían transformarse en actores desestabilizadores ante un gobierno percibido como excluyente. La desconfianza hacia las instituciones, combinada con la frustración económica y la fragmentación política, es una mezcla muy peligrosa.
La desaparición del centro dejaría a Chile sin amortiguadores que ayuden a transitar caminos complejos. Sin un bloque moderado que articule consensos, el sistema se vuelve pendular, con políticas reversibles y reformas ideológicas. La gobernabilidad se convierte en una disputa diaria, y el conflicto social se traslada del espacio público al institucional.
El riesgo más serio es la normalización de la crispación. Si gobernar sin acuerdos se convierte en hábito, el país podría entrar en un ciclo de desobediencia política y crisis permanentes. La historia chilena muestra que las sociedades polarizadas no colapsan de un día para otro; se desgastan lentamente hasta volverse ingobernables.
Hoy los chilenos deberán decidir si quieren seguir siendo una democracia de acuerdos o transformarse en una de enfrentamientos. Lo que está en juego es la viabilidad del pacto democrático que sostuvo tres décadas de estabilidad.
La moderación, tantas veces subestimada, podría ser el último dique antes del caos. Chile, que alguna vez fue ejemplo de estabilidad en América Latina, está ante la disyuntiva de volver a serlo o de sumarse al largo listado de democracias fatigadas por su propia soberbia.
*Analista chileno. Director de Consulting.
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