La pulseada
Una madrugada helada, con la neblina arrastrándose como yeta por la plazoleta Azucena Villaflor –esa islita urbana en pleno Puerto Madero–, se abrió un portal medio loco. No de esos tipo serie Black Mirror sino uno bien argento: entre el vapor del aliento y el humo de un pucho, apareció un tipo de traje importado y sonrisa de dólar. Howard Schultz, el zar del café yanqui.
Yo, de este lado, con el frío trepándome los huesos, bancando el kiosco como trinchera. Diarios, revistas, mate y Don Satur. Cara de modorra, pero el alma flameando como el banderín de la Academia. Nos cruzamos las miradas. Él, con jeta de “vengo a civilizar este rancho”. Yo, con relojeo furtivo de “probá si te da”.
Sin decir ni “buen día”, el tipo apoya el codo sobre el mostrador y me lanza una pulseada. Así nomás. Sin preámbulo ni saludo. Una pulseada de mundos.
Del otro lado, un brazo aceitado con proteína y coaching empresarial. Del mío, músculo de repartir Crónica a las seis de la matina y aguante amasado a billetes chicos.
La tensión subió como si estuviera por caer una tapa de último momento. Schultz empujaba como queriendo imponer su imperio de café rebuscado, con nombres raros y precios que te dejan en offside. Pero yo tenía lo mío: fuerza de la yeca, resistencia de esquina, y el aliento de la señora Mercedes y su perrita Nina, mis entrañables clientas de la primera hora.
En el fondo, esto no era solo una pulseada. Era un duelo entre la mística del kiosco y la frialdad del marketing. Entre el “¿cómo andás, campeón?” y el “orden número 27, venti latte de almendra”.
Los músculos chirriaban. Yo me aferraba como si estuviera cerrando el paquete de Populares con doble soga de nailon. Schultz sudaba vainilla con canela.
Pero en un arrebato, sentí que toda la esquina me empujaba. Los títulos en negrita, las portadas plastificadas de la Semanario, las enseñanzas del tío Rivas –diariero viejo que me enseñó el oficio– e increcendo la voz de Alberto Fleiderman del edificio torre de enfrente que remató... ¡ “¡¡¡Aguante canillita canallita!!!”. Tiré con el alma, con bronca y con barrio.
Y le gané... lo vencí, loco. ¡Le bajé el brazo!
Schultz se quedó mirando como si no entendiera qué pasó. Se levantó sin decir una palabra, se acomodó el saco y se fue como vino: envuelto en humo, con olor a frappuccino.
Yo me quedé ahí. Roto, transpirado, pero con el kiosco firme. Como si hubiera defendido una patria chiquita. Sabía que no era el final. Que la neomodernidad no se rinde fácil. Que mañana, capaz, un minilocal nuevo de café se apropie de estas mismas baldosas.
Pero también sabía que mientras yo siga acá, con mis diarios, mi banquito de madera y la imbatible muchachada del reparto, esta esquina seguirá siendo nuestra.
Y cuando bajé la vista al diario del día... ¡zas! En letras gordas, negrita de plomo caliente, se había escrito la historia.
La pulseada estaba en la tapa. ¡En la mismísima tapa!
Me temblaron las patas, se me piantó un lagrimón, y grité con voz de pregón quebrada
—¡Mamá, mamá querida… salí en los diarios!
*Canillita.
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