Los levantamientos y las rebeliones pueden ser eventos sociales muy contagiosos. La Revolución de las Trece Colonias desencadenó revueltas en todo el mundo. La Revolución Bolchevique provocó acontecimientos relacionados en muchos otros países. La Primavera Árabe fue una serie de eventos correlacionados. Algunas protestas de Black Lives Matter en Estados Unidos dieron paso a muchas más en otros países.
Existe una posibilidad real de que los eventos del 6 de enero en Washington también sean contagiosos, en EE.UU. y en el extranjero.
Dejemos de lado la política estadounidense por un momento y veamos los eventos de la semana pasada desde una perspectiva global. Sin el respaldo de las Fuerzas Armadas, una turba entró al edificio del Capitolio e inhabilitó al Congreso, y estuvo a punto de lograr objetivos aún más violentos.
Ahora imagine que vive en Hungría, Uganda, Birmania o cualquier país que esté experimentando turbulencia política. Si tenía un plan violento contra su propio Gobierno, ¿califica ahora sus posibilidades de éxito como más bajas o más altas? Organizar una turba puede haberse vuelto más atractivo, especialmente porque su adversario es casi con certeza menos formidable que el Gobierno de EE.UU.
La pregunta no es qué inferirá la gente o qué pensará la mayoría, sino qué es lo que pensarán y harán las personas de los extremos. Aunque muchos ciudadanos extranjeros concluyan que los acontecimientos de la semana pasada no fueron gran cosa, los observadores más decididos y rebeldes podrían darles una apariencia diferente y más radical. (Aparte de eso, en realidad sí fueron gran cosa). Como muestran los eventos del 6 de enero, no se requiere necesariamente una multitud de millones para llegar muy lejos.
La naturaleza concentrada de estos efectos de réplica es una de las razones por las que los contagios sociales pueden ser difíciles de detectar con anticipación. La opinión pública generalizada es relativamente fácil de rastrear, pero los revolucionarios suelen ser casos aislados extremos y, por lo tanto, sus acciones son inesperadas. Así como las agencias de inteligencia estadounidenses no han podido predecir la mayoría de los golpes de Estado extranjeros, muchos estadounidenses fueron sorprendieron por los eventos del 6 de enero.
Sin embargo, esta sorpresa, aunque esté justificada, puede en sí misma provocar un peligroso efecto de contagio. La sorpresa lleva consigo un mensaje implícito: “Puede que no parezca que uno tiene muchos aliados, pero de hecho los tiene, incluso en algunos lugares poderosos”. Entonces, uno puede imaginar cómo un partidario de, digamos QAnon, podría llegar a creer que hay aliados secretos en todas partes. Y esas creencias pueden, a su vez, fomentar la violencia política.
Dentro de EE.UU. también existe un gran riesgo de efectos de contagio. Hay 50 capitolios estatales en el país, así como muchos otros edificios públicos. No es obvio que todos se puedan proteger de forma adecuada en tan poco tiempo, y puede que algunos estados estén más motivados a hacerlo que otros. Si se considera que la seguridad es débil para un edificio público en particular, ya sea que esa impresión sea correcta o no, los grupos violentos pueden sentirse envalentonados para actuar.
Una implicancia es que los medios de comunicación deben tener mucho cuidado con la forma en que retratan a los autores de los hechos del 6 de enero. La mayoría de las organizaciones de medios han estado publicando las identidades y los actos perpetrados por estos criminales, como deberían hacerlo. Muchos estadounidenses necesitan ser sacados de su complacencia por lo que sucedió, o al menos alejados de varias teorías de falsa equivalencia. Mientras más información se haga pública, más claro se vuelve que al menos parte del grupo que atacó el Capitolio estaba conspirando y tenía el propósito de generar violencia y caos, y con fines políticos muy graves: en esencia, la destrucción de la democracia estadounidense.
Sin embargo, existe demasiada información. En otros contextos, los medios de comunicación ocultan los nombres, las imágenes y las causas de muchos terroristas y criminales. En la medida en que esas personas lo hagan para obtener reconocimiento, negarles ese reconocimiento puede desalentar a futuros transgresores.
Entonces, la decisión de dar a conocer y vivificar los eventos del 6 de enero tiene un costo: puede aumentar el riesgo de contagio de otros actores malintencionados. Eso, a su vez, debería orientar la respuesta. Muy pronto, EE.UU. necesitará enviar mensajes adecuadamente potentes sobre la restauración del orden, las sanciones y el debido proceso. EE.UU. también podría necesitar aumentar el intercambio de inteligencia con aliados y mejorar la protección de los Gobiernos estatales.
Nuestra situación actual es una paradoja. Hay un deseo, incluso una necesidad, de hablar y tomar muy en serio lo que sucedió el 6 de enero. Al mismo tiempo, es necesario evitar que el 6 de enero domine tanto nuestro enfoque emocional que inspire a otros posibles transgresores. Está por verse si somos capaces de lograr este equilibrio.