Mientras todo el mundo habla de 1985, yo me puse a releer 1984, de George Orwell. La de Orwell es una de esas novelas que nos enseñan a ver de otro modo el mundo. De hecho, el otro día la estaba leyendo en un banco de una estación del subte B, mientras esperaba la llegada de la formación. En un momento levanté la cabeza y vi que, todo a lo largo de la estación, había cinco inmensas publicidades pegadas en la pared. Tres de ellas eran del Gobierno de la Ciudad, es decir, de Larreta (“La transformación no para”). Había también, en el centro del andén, cuatro otras publicidades más pequeñas, dos de ellas eran propaganda de Larreta. Colgaban del techo tres televisores que pasaban constantemente spots del Gobierno de Larreta. A lo que se le suma que los vagones están pintados de amarillo, como la señalética del piso, los tachos de basura, la cartelería de pared y las calcomanías con diferentes comunicaciones oficiales del Gobierno de la Ciudad; y entonces pensé: ¿Es el subte B de la Ciudad de Buenos Aires o es 1984? Recomiendo fervientemente leer 1984, y luego caminar por Buenos Aires (la misma proporción de propagandade erno de la Ciudad se da tGambién en la superficie), ver cualquier canal del PRO, como La Nación +, TN (o leer y escuchar todos los medios del grupo Clarín), más radio Rivadavia y hasta los programas deportivos de La Red, etc., etc., etc., etc., y etc., para experimentar que 1984 está entre nosotros (siempre es curioso la cuestión de las cifras: cuando el año que vienen ganen, van a intentar que Argentina vuelva a ser la de la década del ‘30). Y así, puesto a caminar por una ciudad que se me hace cada vez más inhóspita, terminé, terminamos, en el Lorca (el Lorca es, tal vez, la última sala de cine en la que en la boletería hay, para servirse, folletos de cursos sobre Heidegger y Foucault. Como si eso que se llamó cinefilia, fuera del Bafici, perviviera solo allí, o en Revista de Cine –la que hacen Filippelli y sus amigos–, en los programas de tele de Fernando Martín Peña, la Lugones, y no mucho más. Ah: del Lorca también me gusta que, sobre todo en la sala de arriba, cada vez que pasa el subte B se sienta el temblor). Pues, allí fuimos (antes de ir a tomar algo a Ouro Preto: a veces pienso que nosotros dos somos los últimos que amamos a la Avenida Corrientes) a ver Casablanca, en mi caso por cuarta vez (la primera en cine, en un ciclo del MOMA en Nueva York, la segunda en VHS, la tercera por la tele doblada a un español imposible). Creí que íbamos a chapar viendo la película, pero esa tarde, tal vez por suerte, cada uno andaba con la cabeza en otra parte, pensando en sus cosas, así que vi la película de un tirón. Justamente por eso digo por suerte: porque es una película maravillosa (¿Lo que acabo de escribir es un lugar común? Pues sí. ¿Pero acaso no es verdad?). Y entonces volví a casa, y me puse a releer las biografías de Bogart que tengo, como Bogart, de A.M. Sperber y Eric Lax, mamotreto de 774 páginas que publicó Tusquets en 1999, en especial el capítulo dedicado a Casablanca y todo lo rocambolesco en torno a su filmación: la mejor película de la historia del cine, salió casi de casualidad (me dirijo a ustedes jóvenes escritores, sí, a ustedes: hay en esa frase una enseñanza que va mucho más allá del cine). Uy, me quedé sin espacio (juro que es la primera vez que me pasa).