En 1999, con la convertibilidad herida de muerte, muchos argentinos veían el uno a uno como la tabla de flotación que preservaba la ilusión primermundista y nos alejaba de la híper; más importante aún, después de haber superado en 1995 el contagio de la crisis del tequila y tras ocho años agitados pero en promedio positivos, la mayoría pensaba (porque así se percibía) que no estábamos tan mal. Por eso Duhalde perdió la elección pidiendo default y devaluación y De la Rúa la ganó garantizando, a expensas del empleo y la actividad, la continuidad de la convertibilidad que finalmente hundiría el barco escorado de la Alianza.
A fines de 2002, con la economía creciendo, el peso apreciando y la inflación por debajo del 5% anual, los argentinos aún sentían el peso de la crisis: salarios reales en alza, pero inferiores a los de 2001, desempleo, pobreza e indigencia en niveles récord, actividad recuperándose desde niveles subterráneos. La mayoría pensaba (porque así se percibía) que la situación estaba peor. Por eso, y porque el kirchnerismo se ocupó de borrar el año 2002 de la historia económica argentina, la memoria popular asocia el 2003 con el inicio de la recuperación; de ahí, la libertad kirchnerista para hacer y deshacer en nombre de aquella crisis posdatada de efectos diferidos.
A fines de 2015, con reservas agotadas y tras cuatro años de cepo a la actividad económica, las señales de la realidad vuelven a ser engañosas: la inflación cae de 37% en
2014 a 25% (gracias al atraso cambiario, los subsidios tarifarios y la restricción a las exportaciones de alimentos) y el producto crece modestamente (gracias a la represión financiera que alimenta el consumo en cuotas, o al gasto público fondeado con déficit fiscal). La mayoría piensa (porque así se percibe) que no estamos tan mal. De ahí la necesidad política de embalar el cambio en un paquete de continuidad. De ahí los desafíos gemelos de 2016 en el campo económico: corregir los errores heredados (en términos piromediáticos: desarmar las bombas) y convencer de la necesidad de incurrir en el costo de corregir estos errores –tarea ardua si las hay: ¿cómo debatir lo que habría pasado si no se hubiera hecho nada? A pesar del gradualismo y del quid pro quo, de la mezcla de noticias buenas y malas y de las caricias mediáticas, cierta decepción es inevitable. El primer semestre traerá devaluación e inflación, tasas altas y demanda baja, empleo y salario real en riesgo. La coyuntura pondrá a prueba el flamante optimismo.
La palabra cambio que hoy nos motiva de maneras diversas es un significante vacío, como comentaba en estas páginas Jorge Fontevecchia hace un tiempo. Por ahora el cambio se insinúa como la promesa de un nuevo estilo, que no es poco. Pero cuando el alivio de la alternancia se diluya y
comiencen a sentirse los costos de la corrección de errores (la conciencia de que sí, estábamos tan mal),
cuando nos aburramos de comparar con el pasado y empiece a doler el presente, el cambio tendrá que buscar su significado, tendrá que hablarnos de desarrollo e integración, del modelo de país al que aspiramos para nuestros hijos.
Cuando los judíos atravesaron el desierto los motivaba el sueño de una tierra prometida (cuando la promesa no fue suficiente para enfrentar a los cananitas, Dios condenó a esa generación de incrédulos a perderse en el desierto). Cuando Martin Luther King llamó a la oposición pasiva contra el racismo en su marcha de Washington motivó a sus seguidores con la promesa constitucional a la vida, la libertad y la felicidad, y con un sueño de igualdad.
Tampoco es cuestión de violentar las analogías históricas, siempre imperfectas. Pero, si queremos que el cambio no se agote en el rechazo de lo anterior, en algún momento de 2016 tendremos que mirar a través de la coyuntura para imaginar nuestro porvenir.
Uno de los desafíos de 2016 será dejar de hablar de cambio para hablar de futuro, para pensar el sueño que ilumine nuestra travesía del desierto.
*Economista y escritor.