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A favor de los caprichos del artista

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Debo haber sido el único de mi círculo de amistades que no fue a ver a Keith Jarrett en el Teatro Colón el martes pasado. De todas maneras, me enteré de lo que pasó, tanto por sus relatos como por las notas aparecidas al día siguiente en los diarios. Algo así como que Jarrett, ese pianista fuera de lo común, transcurrió toda la noche de su único concierto en Buenos Aires fastidiado y a punto de suspender el recital por una larga serie de razones: porque había solicitado, varias veces antes del comienzo del show, que nadie sacara fotos, y no le hicieron caso; porque lo distraían las toses del público multiplicadas por la acústica; porque el piano del Colón no era lo suficientemente bueno (aunque en apariencia lo había probado esa misma tarde). En fin, que estaba un poco molesto por todo, lo que no quita que al piano pudiera faltarle brillo (un Steinway de 2002 que tocaron otros grandes pianistas sin problemas), que la gente haya efectivamente tosido con insistencia y que, sobre todo y a pesar de las advertencias, cuatro o cinco personas se dedicaran a grabar y fotografiar al músico en escena con cámaras de fotos y teléfonos celulares. Al margen de estos detalles, al parecer me perdí un concierto único e irrepetible.

Pero al otro día, varios de los asistentes al Colón estaban furiosos. ¿Cómo puede ser que en pleno 2011 alguien pretenda evitar ser fotografiado o grabado en público? ¿Cuánto puede llegar a molestarlo eso? La verdad es que el único que lo sabe es el propio Jarrett. Pero lo que es difícil de entender es por qué el público actual insiste en desafiar la expresa voluntad del artista al que pagaron para ver: la compulsión de registrar ese momento como sea, aunque no haya necesidad y ni siquiera exista finalidad (¿el souvenir personal, ser el primero en subirlo a YouTube?). Si Jarrett pretende que sus conciertos, generalmente improvisados de principio a fin, se rijan por la lógica del acontecimiento (un suceso disfrutado por única vez, en una sola toma, por él y por el público presente en la sala, en una suerte de trance compartido), ¿qué es lo que lleva a los asistentes a negarse a acatar ese deseo, que los pone incluso en una aparente situación de privilegio?

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Si estamos tan acostumbrados a soportar los absurdos caprichos de las estrellas de la industria musical, el cine y la televisión (de Madonna al último panelista de la televisión devenido conductor), bien haríamos en permitirle a un genio del talento de Jarrett decidir sobre lo que quiere que se comparta o resguarde de sus ya legendarias improvisaciones en vivo. Porque si en nuestros días la gente es incapaz de mantener la concentración por más de diez minutos, si el respeto por la voluntad y el derecho del otro ya no existe, si la sintaxis mental y corporal que domina es la del zapping, si hay una necesidad irrefrenable y permanente de registrar el ocio personal, por más trivial que este sea (Twitter como la expansión del reality show televisivo a la masa anónima global), lo último que podemos hacer es culpar a un pianista loco por eso: mucho mejor haríamos en reflexionar acerca de las dimensiones alcanzadas por nuestra neurosis, e imaginar por qué si la gente no soporta la vida que lleva (algo evidente en quien necesita fotografiar cada segundo de su existencia) no hace algo verdaderamente útil para cambiarla.