El balance de la reforma constitucional de 1994 genera sensaciones encontradas. Más allá de los dogmatismos (y de los fanatismos), este fenómeno se explica porque el grado de realización de las instituciones incorporadas por los constituyentes ha sido, en estos quince años, desigual.
A los fines de un análisis, necesariamente provisorio e incompleto, reuniré los temas abordados en la reforma en varios grupos, que ilustraré con algunos ejemplos, asignándole a cada uno de ellos una ponderación diferente en función de la experiencia acumulada desde 1994.
Un primer grupo congrega temas e instituciones que nos colocan en la senda de las sociedades democráticas más avanzadas. La incorporación de los nuevos derechos y garantías, su ensamble con el sistema de derechos y garantías existentes, el tránsito desde la igualdad ideal a la igualdad real de oportunidades, el rol nivelador del Estado, su inserción en el mercado para propiciar un capitalismo más humano, la incorporación de nuevos órganos de control, el diseño de un sistema federal más complejo y más completo (autonomía municipal, nuevo estatus de la Ciudad de Buenos Aires, etc.), entre otros, han sido ítems que merecen un juicio positivo, aunque la realización de algunos de ellos esté todavía pendiente.
Un segundo grupo congrega algunas instituciones que no tuvieron el suceso que de ellas se esperaba (y que tal vez fuese esperable que no lo tuvieran con el texto finalmente votado): la figura del jefe de Gabinete es paradigmática. A mitad de camino entre una especie de “jefe de Gobierno” típico de los parlamentarismos tardíos (tal como quería Raúl Alfonsín, figura emblemática de la reforma, con quien conversé este tema aquellos días) y de un “ministro coordinador” típico de ciertos presidencialismos (tal como queríamos en el bloque mayoritario), no fue lo uno ni lo otro. Más allá de la capacidad que han tenido (y tienen) los que ocuparon el cargo, nunca se visualizó en el jefe de Gabinete al “fusible” cuya eyección permitiera refrigerar el sistema político en caso de crisis, ni al “administrador” que reservara al presidente las decisiones estratégico-políticas. El presidencialismo no se ha atenuado, ésa es la verdad.
Un tercer grupo congrega temas que no tuvieron la realización imaginada, por factores ajenos al texto constitucional (y a sus autores), imputables a la falta y/o deficiente reglamentación. El régimen de coparticipación y el Consejo de la Magistratura ilustran ambos casos. Puede decirse que el poder constituido no ha estado a la altura del constituyente. Abrigo la esperanza, en lo referente a la coparticipación, que el Estado nacional entienda que es él quien debe ceder para que las provincias –que lo crearon– puedan tener lo que les corresponde. Y deseo que el Consejo de la Magistratura pueda ser en un futuro el instituto que siempre debió ser (y para lo que fue creado): un mecanismo de democratización del Poder Judicial.
Queda tal vez un cuarto grupo de temas en los que es casi imposible formular una ponderación objetiva, pues todo juicio estará en relación directa con la perspectiva ideológica o doctrinaria del analista: me refiero a las cuestiones institucionales que acapararon el debate periodístico de aquellos días “calientes” pero que, más temprano que tarde, fueron ubicados en el relativo nivel de importancia que debían tener: la elección directa de presidente y vice, la reelección de ambos, la mayoría necesaria para acceder al cargo, el sistema de elección y representación de los senadores, etc.
Reivindico la reforma constitucional de 1994. No por haber participado en ella sino porque en ella participaron todas las expresiones políticas representativas de la época. Cuando escucho que es producto de un acuerdo político previo, recuerdo que la Constitución de 1853-1860 también lo fue y que la falta de ese acuerdo costó muchas vidas. También que ese acuerdo posibilitó la prolongada vigencia de su texto.
Dice el tango que “veinte años no es nada”. Digo, a los efectos de la reforma constitucional de 1994, que “quince años es mucho” en función de lo que no se ha hecho. Y de lo que se ha hecho mal. Podríamos pensar en (y dedicarnos a) cumplir lo que no se ha hecho y corregir lo que se ha hecho mal. O volver a caer en esa especie de “mal argentino” que consiste en criticar sin miramientos lo que no hemos sabido cumplir; o, peor aun, decretarlo muerto para volver a modificarlo.
*Ex vicepresidente del Bloque de Convencionales Justicialistas en la reforma de 1994. Ex ministro de Justicia y Derechos Humanos de la Nación.