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A rey muerto

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El tiempo, que se rige por las normas de la catástrofe y no por las de la tragedia, a veces hace estos rulos escabrosos que nos dejan pensando en cadenas de sentido que no existen. Acaba de morir un Nobel y acaban de elegir un otro.

Hay en la triste partida de Dario Fo y en la irresistible ascensión de Bob Dylan al panteón de la literatura una rima consonante, que comienza a ser más la regla que la excepción.

Fo fue ignorado por la literatura tanto como ésta pudo permitirse. Hay varias explicaciones. La primera, la más elemental, es esa rara condición de los escritores de teatro, que usamos las palabras para otra cosa, que debemos sacar chispas a la categoría vecina y todopoderosa de la literatura, que desarrollamos tecnologías narrativas (y humanas) que no son bien vistas por los hombres de letras. Pero la nominación de Fo fue sorpresiva también porque su métier era excesivamente vasto para ser tenido por escritor: actor, escenógrafo, ilustrador, director, pintor, arquitecto, bufón, juglar, militante, activista, poeta, filósofo, músico, toda etiqueta le resbaló siempre. Muerto definitivamente a los 90 años, Fo se ufanaba de haber ganado dos veces el Nobel. La segunda fue hace unas semanas, cuando Turquía (bah, su presidente) decidió prohibir sus obras, junto con las de Chéjov, Brecht y Shakespeare. Es lógico que Fo considerara su inclusión en el cuarteto como un favor especial y un raro honor que la contemporaneidad les puede hacer a sus fugaces pasajeros. En todo caso, cualquier falsa entrega de Nobel no hace más que aumentar la genial fantasía planetaria de este premio, que entre nosotros tiene en El ciudadano ilustre, la película de los hermanos Duprat y Cohn, su última vuelta de tuerca. Porque rechazar el Nobel es mucho mejor que ganarlo. Es mucho más coherente con el espíritu del premio, que se ha extendido en tantas ridículas tangentes como para otorgarle a Santos el Nobel de la Paz.

Extrañaremos mucho que Fo ya no esté. ¿Por qué tenía que irse antes que su acérrimo enemigo, Berlusconi? Es el tiempo, que no respeta nada.

De Dylan yo sé poco y nada. Me disculpo. Tengo la sospecha de que el premio alude a una revolución muy anterior a mi tiempo. Pero como vengo diciendo, el tiempo es algo caprichoso. En todo caso, lo que Dylan comparte con Fo, reitero, es su paso por la literatura por el carril menos rápido, por el incómodo, el del trapecio, por el único verdaderamente posible, por el de al lado. Ambas escrituras son periféricas de un modelo central, que afortunadamente o por desgracia ya no existe. Los antecedentes de los dramaturgos Harold Pinter o Elfriede Jelinek (que no se molestó en viajar a Suecia por motivos “psíquicos”, como si hubiera otros motivos que no lo fueran) no hacen más que alfombrar este estrecho pasillo que ahora viene a pisotear Dylan con su guitarra acústica, su melancolía y sus aires de trovador para el futuro.