Cuarenta y cinco minutos alcanzan para llegar a Colonia. Son pocos minutos. Pero inquietantes. El viaje casi no existe de tan breve: abre el free shop del ferry y a los cinco minutos un altavoz anuncia que está cerrando. Cuarenta y cinco minutos, y ya me siento como Alicia del otro lado del espejo.
El viaje a Brasil es más largo, y el aterrizaje en portugués te enfrenta a la evidencia: llegaste a otro planeta. El viaje a Europa es larguísimo, así que allí no hay duda. Pero Uruguay es tramposamente cercano. Aquí la percepción se rige por un “realismo extrañado”, que suele ser el género ficticio que más me atrae. Uruguay está concebido como una película de David Lynch. No hay intención de enrarecer las cosas; todo lo contrario. El plan es hacerme creer que estoy en un sitio posible y conocido. Pero pese a la apariencia paradisíaca –maquillada siempre para el relax sin ostentaciones– yo sé que algo está corrido del eje.
Para empezar, mi dinero no vale. No lo digo en sentido figurado. Si uno cambia dólares a uruguayos obtiene un precio más o menos cifrable. Pero si uno cambia dinero argentino, la cosa es más frágil. El precio de compra es 4, pero el de venta es 6 y pico. Yo no recuerdo mucho de mi curso de economía del CBC qué es lo que ocurre si la brecha entre un valor y otro supera el 50%, pero no era nada bueno. Si quiero comprar uruguayos, pierdo gran parte del valor. Pero si fuera uruguayo y quisiera viajar a Buenos Aires, la ciudad me parecería asquerosamente cara. ¿Cuánto vale entonces el peso? ¿Hay una especie de subsidio, un proteccionismo del peso uruguayo, con su Dibujo del Baile Antiguo o el Busto de Juana de Ibarbourou?
Como Uruguay no tiene farándula, adopta la argentina. ¿Con qué necesidad? Voy a comprar carbón para el asado de pamplona y choto y en la despensa me sorprende una revista con una señora rubia y un título escandaloso: “¡Ganó Cristina!” ¿Hubo ya elecciones, en este lado del espejo? No. Miro mejor. La señora rubia es Mirtha Legrand, que dejaría los almuerzos y la culpa sería de Cristina y Adrián sería un falluto. ¿A quién puede importarle semejante cosa aquí? ¿Y a quién puede importarle del lado “real” del espejo? ¿Alguien cree de veras que esos almuerzos son propaganda anticristinista? ¿A quiénes captaría? Yo no los he visto nunca, pero entiendo por las perlas que se encuentran en YouTube que esa señora un poco ignorante que dice barbaridades sólo puede hacer lucir a sus supuestos enemigos como héroes de la razón.
Pago mi carbón (me han ofrecido leña, en cambio, porque de este lado del espejo se hace así) y me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo. No llevo reloj. La señal del celular va y viene. El culto al wi-fi es una religión extraña. Así que no tengo forma de saber cuántos días de vacaciones nos quedan. Encuentro una solución bien propia de Lewis Carroll: cuento las pastillas usadas de Fuyí. Y me dan el número exacto de noches transcurridas.
Oscurece y una luz mala sobre el horizonte del río me devuelve una imagen lyncheana: es Buenos Aires.
Considero la posibilidad de mudarme. Nunca lo hago.