A propósito de la maldad intrínseca de las computadoras, hace poco la mía tuvo la maldita ocurrencia de jugar con mis teclados. ¡Mis teclados! ¿Se imagina? Se habrá creído que mis teclados eran sus teclados. La puse en vereda gracias a un alma buena que en un fastrás de apretar teclas me arregló el conflicto. Pero mientras tanto tuve que dedicarme a averiguar dónde estaban los acentos, dónde los signos de pregunta, en fin, todo eso tan pero tan importante como la letra E. O la equis, caramba. Y también mientras tanto pude pensar un poco en los abecedarios, tan modestos ellos y tan imprescindibles. Como que cuando el alma buena del que le hablaba ponía sus habilidades en mi máquina se me pasó por el ánimo la tentación de pedirle que además del teclado en español latinoamericano me pusiera por ejemplo el teclado bantú. No tengo la menor idea de lo que es ni de lo que parece un abecedario bantú, pero ni falta que me hace. Debe ser maravilloso, extraño, llamativo y sumamente útil, sin duda. Siempre recordaré cuando a poco de iniciar los estudios en esa facultad que se llamaba de Filosofía y Letras y ahora de noséqué y de qué otra cosa, me deslumbró el griego clásico, empezando por sus letras y siguiendo por todo lo demás. Y me dije que gracias a ese teclado, perdón, a ese abecedario, los griegos, o los grecios como dice mi amiga Julia, habían hecho todo lo que ya sabemos que hicieron. Puede ser que sea un delirio de mi parte, no me extrañaría nada, y puede ser que no y que, delirante y todo, yo tenga razón. Ojalá, vea.
Y ya que estamos me acuerdo de haber inventado, supongo que a eso de los 9 o 10 años, un abecedario nuevo, propio y secreto, a base de signos sacados de mi pequeña cabecita. Y me puse a escribir con esas “letras”, ¿se puede creer? Y, sí, solamente yo, yo, lo podía leer, y de hecho lo leía y releía en un cuaderno de hojas cuadriculadas que no sé a qué tema escolar habría correspondido.
No sabe cuánto lamento haber olvidado ese abecedario. Pero no puedo reconstruirlo, y además no sé para qué me serviría. Ay, ay, cuando una empieza a pensar en la utilidad de las cosas, vamos mal, estimado señor, vamos mal. Así que hasta acá llegamos. Quedémonos con la intriga y su compinche, la fantasía, que ellas son no solamente útiles sino fantásticamente necesarias en este mundo a esta hora.