Hay córner desde la derecha y el que va a patearlo es Verón. La pelota trazará en su comba una curva que la hará caer justo en el corazón del área, como dicen los que suponen que en las áreas hay corazón. Sabiendo todo esto, Walter Samuel emprende decidido su expedición hasta lo más profundo del territorio rival, con ese aire de conquistador que asumen los defensores cuando parten a buscar el gol. Lleva consigo una ilusión luminosa: la imagen de un cabezazo que metió en el segundo palo en un partido de Copa Libertadores en el Estadio Azteca de México.
Pero el presente lo ve pisar un área africana en un mundial africano, a la espera de ese córner que está a punto de tirar Verón. El centro llega, pero la pelota se va alejando de su posición. Su cita personal con la flamante Jabulani quedará para otra ocasión. A cambio, se encuentra con un tal Ogbuke Obasi. En otros tiempos, en los tiempos de obsesión por los jugadores contrarios, sabría todo sobre él, pero ahora sabe apenas que viste camiseta verde, que juega para Nigeria. A Samuel le basta con eso para entregarse a hacer lo que hace: abrazar, como si lo quisiera, a ese tal Ogbuke Obasi; sujetarlo, como si tuviese un asunto pendiente con él; aferrarlo para siempre, como si fuese una última esperanza o una promesa muy querida y favorable.
Obasi no le corresponde. Obasi forcejea, tironea, si hay algo que quiere es zafarse. Pero Samuel, tesonero, no suelta su abrazo y lo hace durar, durar, durar. ¿Alcanzará a saber que la pelota vino a caer detrás de él, que Heinze pudo cabecearla en soledad, que la soledad de Heinze y la ausencia de Obasi son la misma cosa? ¿Alcanzará a saber que el cabezazo de Heinze es fuerte y directo como un insulto, que el arquero que atajará todo este tiro no lo ataja, que la pelota se mete en el arco y cuando se mete en el arco es gol?
Supongamos que no lo sabe, porque toda su atención quedó en Ogbuke Obasi. Se entera de inmediato porque hay gritos en el estadio, porque Diego está contento, porque hay festejo, porque sus compañeros corren hacia Heinze y lo abrazan con gratitud. Son los abrazos del gol. Pero Samuel, aunque nada diga, sabe bien que el verdadero abrazo de gol ha sido el suyo.
*Escritor.