Hay cierto sadismo en los viajes. La cartelería de la ruta que advierte sobre posibles accidentes con gigantografías de accidentes reales, por ejemplo. A veces pienso que, además de los carteles, no estaría mal montar intervenciones: el auto destrozado, arrugado como un bollo de papel; o quemado, negro hasta el último fierro, como el esqueleto de un insecto repugnante. O la foto alegre, a todo color, de la familia malograda en esa curva que se dobló a toda velocidad e imprudencia. Más de una vez viajé en ómnibus de larga distancia que para amenizar el viaje ponían Crash, de Cronenberg (una de mis películas favoritas), o el embole atómico y al mismo tiempo adrenalínico de las no sé cuántas Rápido y furioso. O viajar en avión y que Viven, El vuelo, o Destino final estén en el menú de opciones. Bromas negras como la boca de un muerto.
Sin embargo, hay algo que a mí me gusta en esa combinación macabra: viaje real/historia de viaje que termina mal. Creo que cada vez que me subo a un auto, a un micro o a un avión estoy entregando mi vida o, mejor dicho, dejándola en suspenso: como cuando se tira a un niño hacia arriba para agarrarlo enseguida; como ese juego, mientras dure el viaje el niño estará en el aire, ejerciendo una levitación imposible.
Me gustan mucho los pequeños altares levantados al borde de la ruta que indican que allí hubo un accidente. Hace unos diez años íbamos desde Villa Angela al Bermejito, unos trescientos kilómetros entre un lugar y otro, en el Chaco. Nunca había visto y nunca volví a ver tantos altares en la banquina: cada diez o veinte kilómetros uno: siempre la cruz indicando la muerte, a veces flores de tela desteñidas por el sol o capillitas de cemento con una Virgen adentro o la foto del fallecido, velas derretidas dentro de frascos viejos de mermelada, rosarios… Ahora, en vez de los altares el Estado pone un cartel con una estrella amarilla y el nombre de pila del finado. Ni siquiera la dulce y colorida mítica del altar les queda a los pobres muertitos de los accidentes de tránsito.
Hace un par de días, volviendo en un micro de larga distancia, recordé que tenía en un pendrive el documental De un segundo a otro, de Herzog, sobre los accidentes provocados por conductores que mandan mensajes de texto mientras manejan. Tal vez dudé un poco: anochecía sobre la ruta, la mayoría de los pasajeros dormían, la película ya iba por su segunda pasada, y se escuchaba apenas la charla de los choferes que tomaban mate y, quizá, mensajeaban a sus casas. Pero enseguida decidí que era un buen sitio para verlo.
Es un documental tan tremendo y doloroso que me hubiera gustado que mi compañera de asiento estuviese despierta para mostrárselo, para tener alguien con quien hablar de eso. Uno de los testimonios es de un muchacho que iba texteando y atropelló el carro en el que viajaba una familia amish: el matrimonio y tres hijos –un adolescente y dos nenes chiquitos–. El conductor estaba esperando a su primera hija, que nació unos meses después, y entonces se mensajeaba con su esposa, esos mensajes tontos y cursis que uno cree que no pueden esperar a ser escritos, enviados y leídos por el destinatario. Unos meses después del accidente, el chico que conducía el auto recibió una carta del matrimonio amish, los únicos que sobrevivieron, las cabezas de esa familia desmembrada para siempre. Le decían que esperaban que la carta lo encontrara bien de salud y de ánimo, le decían: sigue mirando hacia arriba, Dios siempre está ahí.