Las fechas patrias son absurdas en la ausencia. Estoy tomando una cerveza granate con unas alumnas en Bruselas.
El mozo, un joven de aspecto extranjero, no sé de dónde, se sienta a nuestra mesa, suspira levemente y nos dice: “Estoy cansado”. Las chicas empiezan a charlar con él, pero como es en francés yo desenfoco un poco para ahorrar neuronas. Sólo después de intercambiar impresiones el mozo nos pregunta si queremos que nos traiga alguna cosa. Un aire de definitiva franqueza hace pensar que ni siquiera nos cobrará. Pero no. El es un mozo y nosotros los clientes. El, en esa situación inocua y provisoria, es el otro. Está a nuestro servicio y le pagamos para ello. Todo lo demás fue normal (si normales son estas relaciones verticales que crea el dinero, unas monedas) salvo que él se sentó a nuestra mesa porque tuvo ganas, porque nos reconoció también como personas y porque quería descansar un rato de un trabajo probablemente remunerado con malicia.
Las diferencias sociales no están tan marcadas en estas monarquías flamencas y es posible que a mis amigas el episodio no les signifique nada. Pero yo me quedo pensando en la naturalidad con la que el “otro” intercambia posiciones en el espacio y se une a un “nosotros” brevemente y nos charla de lo que veníamos charlando y después se va a actuar otra vez de otro en todas partes. No lo puedo evitar: soy actor y encarnar al otro es mi único objeto de estudio permanente y remunerado.
Cuando la patria cumple años, cumplen años todos los otros, por eso nunca sé qué llevar de regalito. No siempre es una fiesta.