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Actualidad de un gigante

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Se están por cumplir cincuenta años de uno de esos momentos decisivos en la historia de la humanidad, pero cuya importancia no se advierte enseguida. El 25 de julio de 1965 Bob Dylan irrumpió en el escenario del festival de folk de Newport y tocó tres temas acompañado por una banda eléctrica, para horror de los custodios de la pureza musical e ideológica. En esos 15 minutos chocaron los planetas de la acústica y la electricidad, de la derecha y la izquierda, del pasado y el futuro. Como resultado, el rock pasó de la adolescencia a la madurez.

Hay registros fílmicos y sonoros del episodio, que ha sido narrado muchas veces e interpretado muchas otras. Hace poco –y esto me llevó a recordarlo– encontré en la biblioteca un libro que nunca había abierto: Blancas bicicletas. Creando música en los 60 de Joe Boyd, un productor que en esa fecha (no) histórica estaba a cargo del sonido en Newport. Resultó bueno el libro de Boyd, una autobiografía escrita con humor y perspicacia que recorre su juventud a ambos lados del Atlántico. Mi ejemplar de Blancas bicicletas tenía una etiqueta de la librería Lilith, donde seguramente lo compré cuando quedaba cerca del Botánico. Después, Lilith se mudó y escuché que había cerrado, lo cual es una lástima porque Andy era un librero con ideas propias, capaz de recomendar las cosas más variadas. El de Boyd resultó otro de los hallazgos que le debo, en el que nunca habría reparado por mi cuenta.

Si alguien tiene ideas propias, ése es Dylan. Las tenía a raudales en la época de Newport, cuando revolucionaba la música popular, y las sigue teniendo hoy, cuando acaba de editar Shadows in the Night, un disco con diez standards de los años 40 y 50 en los que demuestra que alguien de quien los sordos siguen diciendo que no puede cantar es capaz de jugar en la liga de Frank Sinatra. Pero la creatividad de Dylan nunca se agotó en la elección de sus cambiantes direcciones musicales: siempre implicó también un modo de relacionarse con el mundo que no estaba en ningún libreto: desde que viajó de Minnesota a Nueva York para buscar a Woody Guthrie hasta esta vejez gloriosa, la originalidad de Dylan sigue siendo una sorpresa en todos los terrenos.

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El lanzamiento de Shadows in the Night vino acompañado de dos particulares comunicaciones con el exterior (además, naturalmente, de sus conciertos, que le ocupan más de cien noches al año). Por un lado, dio una sola entrevista, pero no eligió para ella a la prensa musical sino a la revista bimestral de la American Association of Retired Persons (AARP), entidad que reúne dos curiosas condiciones: no tiene fines de lucro y su medio es el de mayor circulación en los Estados Unidos (35 millones de ejemplares). La otra aparición pública de Dylan se dio en ocasión de los premios Grammy, donde aprovechó un homenaje para pronunciar un discurso que merecerá recordarse dentro de cincuenta años, discurso en el que da cuenta emocionada del origen de su música y, con esa mezcla de honestidad y rencor que está en el corazón de su obra, aprovecha para pelearse con quienes lo despreciaron o ningunearon en sus comienzos. “Yo divido a la gente”, dijo allí Dylan. Como en otros asuntos, es reconfortante estar del lado bueno de la línea. El fanatismo por Dylan se lleva como una condecoración.