Luego de involuntaria abstinencia teatral, finalmente pude ir un poco al teatro en Buenos Aires. Y pude ver la verdad.
La verdad es el nombre tramposo y elocuente del último trabajo de Bernardo Cappa y sus secuaces, que acarrean esta obra mutante que va cambiando ligeramente de horario, de sala y –según sospecho– de textos, climas y hallazgos. Porque creada una situación teatral (preñada de preguntas), Cappa no se resigna a que el estreno suponga el cierre de sus indagaciones poéticas y cada vez que invita a verla dice: “Ojalá puedas venir, estamos probando”. Yo le pregunto: “¿Probando qué? ¿No está sobreentendido que en esto que hacemos siempre se trata de una prueba?”. El me da una explicación esquiva acompañada de revoleo de ojos y las dos manos abiertas al cielo para mostrar que están vacías.
Pero después de verla entendí mejor sus motivos. Si bien la pieza tiene la apariencia de una obra acabada y contundente, ya que su tema es –podría ser– la verdad, a Cappa le gusta dejar unos pozos ciegos entre los cuadros, unas zonas grises donde las temperaturas se tienen que ordenar solas, unas réplicas donde no hay posibilidad de coreografía, de orden externo. Sus obras ofrecen siempre ese aire fresco del camino sin pavimentar. Frente a tanto diseñador gráfico en tres dimensiones, Cappa rumia sus desprolijidades esperando que el espectador comulgue más con el fango que con la lindura. Buenos Aires lo hace bien posible: aquí el teatro es de todas las maneras.
Dos amigos escritores acampan al lado de la ruta. Los acompaña la mujer de uno de ellos: la fiambrera. Preguntas claves (como quién duerme afuera y quién adentro, o de quién es la carpa, o quién le debe plata a quién) hacen que la relación sea mucho más que un triángulo amoroso: es un poliedro demencial, signado por la frustración, el deseo, la lealtad, la confusión. En plena noche, un auto se queda en la ruta, y sus extraños choferes vienen a pedir un poco de hielo. Parece que es para mantener a “la señora”, una diva de la tele que está intermitentemente viva o muerta, según la versión que decidamos escuchar. El encuentro entre los guardaespaldas del mito y los dos tristes aspirantes a hacedores de mitos muestra aristas infinitas. Los choferes tienen cierta dificultad para entender qué es verdad y qué es ficción. Pero lo mismo puede decirse de todos, dentro y fuera de la obra. La clave la ofrece Cappa, generosa e informalmente, en una entrevista: en la Argentina, todo es actuado, dice. Si te subís a un taxi, tenés que sobreactuar adónde vas para que el tachero no te estafe. ¿Quién no ha experimentado esa sensación de actuarle al taxista, ese adalid de la argentinidad, ese oráculo que todo lo sabe y que todo lo ha escuchado? ¿Cómo no hacer de argentino en la intimidad movediza del taxi? Esta idea de Cappa me parece formidable y me resuena. ¿Por qué es que los argentinos preferimos remarcar con trazo grueso por encima de cada silueta de lo real, vociferando en tono de actuación lo que amamos, lo que necesitamos, lo que opinamos, como si un trazo más endeble nos transformara automáticamente en maricas o extraviados? ¿Qué pacto funda nuestra civilización?
El mito de la argentinidad total es materia oscura. Yo no lo conozco bien. Probablemente su génesis se coagule en seis o siete paisajes inaugurales: la doble fundación de Buenos Aires (que es un sí y un no al mismo tiempo), la Campaña del Desierto (que estaba bien poblado), los inmigrantes venidos de los barcos (ya que no los de a pie o llegados en mula), el peronismo (que lo es todo y que todo lo encandila), la Evita luchadora embalsamada (viva para siempre y distorsionada en el fetiche, en Madonna, en el billete), el terco fútbol (que es para todos, y que todo lo devora con fruición), el invento arltiano para salvarse de la ruina, la capacidad borgeana de la fuga definitiva al Universo…
Cappa conoce bien el efecto del mito en el relato: sabe que toda metáfora es un mito en miniatura y que el mito, superpuesto a una situación cotidiana (como una carpa iluminada en la noche por los goznes oxidados de un Peugeot) tiene la capacidad de hacer que lo cotidiano “signifique” otra cosa. Y a esa otra cosa, inasible y mítica, los argentinos solemos llamarla, sin pruebas fehacientes, “la verdad”.