Me he enterado de tu muerte como tú lo habrías querido: leyendo. Las palabras del presidente de la Universidad de Rutgers cuando se supo sobre tu último viaje trajeron evocaciones: “Quienes conocieron al profesor Martínez en su vida pública lo recordarán como un defensor de la justicia; un militante de la verdad y un hombre valiente”, dijo. La memoria rebobinó imágenes para verte en tu despedida de Caracas para luego ir a Rutgers. El ex presidente Carlos Andres Pérez anunció que “llega al mundo de la academia norteamericana el mejor de los embajadores de América latina: un combatiente de la verdad”.
Te recuerdo vivamente ejerciendo la tarea que más amaste en la vida: enseñar. Comenzaban los 80 y tú desplegabas tu pasión creadora por los pasillos del recién fundado y exitosísimo nuevo diario de Venezuela, El Diario de Caracas. Rápidamente tu talento y el de Rodolfo Terragno junto a Diego Arria y Manuel Felipe Sierra iniciaron la conquista de los venezolanos con creatividad, excelencia en el dominio de nuestra lengua y muchas travesuras. Sin darse ustedes cuenta, el país quedó rendido ante una de las propuestas periodísticas más exitosas de América latina.
Pero dentro de ese destacado grupo de singulares ciudadanos del continente, solo tú sentiste verdadera pasión por formar nuevas vidas e inocularlas con el fuego de la lucha por la libertad que comienza al interior del alma cuando ésta busca la verdad que se esconde en la memoria. Tus comentarios vociferados en la sala de redacción del novel medio a los jóvenes periodistas eran cátedras de ética y de innovación en la comunicación. Transmitir conceptos con fotos era, según tu genial visión, la mejor manera de contar una historia con objetividad. Manejar el idioma como si se tratase de un violín al cual se le pueden sacar chisporroteos, truenos y dulces melodías era indispensable para conquistar el intelecto de los lectores y reconciliarnos con nuestra cultura tan elogiada por su capacidad creativa en lo literario y tan criticada por su ausencia de sentido práctico. Y quienes iniciábamos nuestras colaboraciones periodísticas con El Diario de Caracas nos quedábamos mucho tiempo haciendo las entregas a la redacción para presenciar tus cátedras. En el fondo, muchos las escuchábamos con la oculta aspiración de algún día poder decirte: “¡Maestro, misión cumplida, estamos comunicando!”.
Porque en el fondo de tus sermones a los jóvenes comunicadores había una ansiedad por que aprendiéramos a comunicar en el sentido que tú le diste toda vida a ese concepto. Para ti comunicar fue siempre transmitir ideas que llevaran a quien las recibía a ser un mejor ser humano, mejor ciudadano y mejor líder. Para ello había que desprenderse de toda interferencia de índole afectiva o material mediante la adhesión a los principios que hacen del ser humano una especie que se perfecciona y de las sociedades, comunidades solidarias y equilibradas. Y eso lo aprendimos escuchándote contarnos la Argentina. Esa nación tan llena de promesas; tan privilegiada por la naturaleza y tan azotada por la ausencia de libertad.
Con tu buen humor y tu carácter travieso llegaste a decirnos que las sociedades eran como los sueños: fáciles de abrigar pero difíciles de concretar sin disciplina ética. Y la disciplina ética, según tu opinión, comenzaba leyendo para encontrar en la lectura la verdad. También era necesario conjurar los miedos. Porque la búsqueda de la verdad requería, según nos dijiste, mucho coraje. La verdad no siempre concuerda con nuestros afectos e intereses y, por ello, en lugar de arribar con bello rostro puede ser muy fea. Más no por fea que fuera deberíamos temerle, porque en ella estaba el secreto de nuestra liberación como seres humanos y como sociedades.
Con esas ideas tuyas hemos transitado por una América latina donde la búsqueda de la verdad ha tenido muchos altibajos en los últimos decenios. Para la época de tu traslado a EE.UU. parecía que habíamos encontrado una: la verdad de la libertad. Pero, desde luego, nos faltaba encontrar la que hoy estamos presenciando con mezcla de horror y tristeza: la de los desequilibrios sociales que atan a muchos de nuestros ciudadanos a la pobreza. Y esa verdad se ha encauzado por varios derroteros. En algunas partes se piensa que es cuestión de andar distribuyendo lo que hay. En otras, que hay que crear más de lo que hay y hacer participar en el ejercicio a muchos más de los que participaron por muchos siglos. En uno y otro derrotero se trata de confrontar una verdad, pero mucho me temo que nos estemos olvidando de la primera verdad, que es la de la libertad. Porque la liberación de los que hoy sufren el flagelo de la pobreza solo será completa cuando ellos mismos sean libres para desarrollar su talento mediante la búsqueda de su propia verdad sin direccionismos estatales ni sociales. Me hubiera gustado conocer tu opinión y creo que cargaré hasta el día que emprenda tu camino la duda y el sentimiento de culpa por no haberte contactado cuando estuve en Buenos Aires. Porque, en más de una ocasión, he sentido la necesidad de tus luces para comprender mejor el momento latinoamericano.
Por mi parte, comparto el optimismo que nos transmitieras sobre nuestra patria grande. Somos como el tango: avanzamos con cadencia, con tres pasos al frente y dos hacia atrás y muchas veces oblicuamente, pero avanzamos. Por ello hoy me despido parafraseando a uno de tus muchos admiradores venezolanos, el Negro Pérez-Díaz: “Maestro, lo despido con el vibrante verdor del Valle de Caracas, que lo amó y que usted amó, y con el blanco mariposear de mi húmedo pañuelo, hoy impregnado de nostalgia”.
* Presidenta de Codere Argentina.