Alguna vez existió un proyecto de progresismo en Argentina. Ya no existe. Lo sobrevive lo que podríamos llamar progresismo reaccionario o PRE. Pero si existe el PRE, algo debió haber fallado antes: el progresismo histórico. La memoria colectiva es un verso progre, un lindo eufemismo que por lo bajo resulta incomprobable: que los pueblos tienen memoria de conjunto.
Lo que existe son recuerdos fragmentarios, parciales, imposibles de generalizar, a los que, cuando convergen en un eje problemático (que nos interpela siendo individuos-en-comunidad) podemos llamar recuerdos colectivos.
Si estos son aplanados por una política de estado que busca manipularlos se los llama memoria colectiva, que en tanto política de estado, supone una obligación de incorporar una memoria general atenta contra la memoria individual en todas sus formas (rememoraciones, recuerdos buscados, recuerdos relatados, etc). Un acto autoritario como pocos: supone aceptar una colonización mental. De esa manera ocluye otras memorias y disensos individuales con respecto a ese discurso oficial
La memoria colectiva, en tanto memoria oficial, tiene el camino allanado para instalar una agenda que atenta contra la ampliación de las discusiones sobre el pasado: es una memoria bulímica, que no piensa en la historia sino en cómo la memoria pasada y su uso puede ponerse en función del presente: se museifica la historia en vez de pensar sus contradicciones.
La memoria oficial, que se hace llamar colectiva, funda una contramemoria, denuncia “el lado incorrecto” (reconstruyendo así un verdadero esquema de bandos y de demonios) como si efectivamente todo se tratara de lados y culpas en vez de responsabilidades.
De todo esto se deriva una breve propuesta que no es nueva ni original: frente a esa contramemoria propongo –no soy original- una antimemoria.
Post 1983 el discurso más reaccionario y conservador pedía “no hurgar en el pasado y mirar hacia adelante” y despolitizaba los reclamos por crímenes de lesa humanidad no juzgados. Esa posición alentaba y celebraba el olvido y la amnistía (contracara de la misma moneda de la memoria colectiva obligada). Suponía una memoria que asumiera la trampa de la reconciliación y coexistirá con la ilegalidad.
La antimemoria de la que les hablo no propone una amnistía, sino una administración del olvido. Sólo cuando la historia no es manipulada y la aplicación de la ley va cumpliendo con las causas pendientes en la justicia es posible hablar de derechos adquiridos en el orden de delitos de lesa humanidad. Así el olvido es la clave del cumplimiento de la ley: si podemos olvidar no es porque demos amnistía, sino porque la ley está actuando. La administración del olvido no puede ser una política de estado sino que supone una relación personal con el duelo que pueda trazarse con la historia pasada (la recordada, la escondida, la relatada): por eso no es automática. Pero es importante que exista, justamente para demandar por más, por nuevos y mejores derechos.
Es clave un aspecto: es importante pensar en las políticas que reparen los crímenes de lesa humanidad como derechos adquiridos y no como parte de una memoria colectiva. Esa decisión política frente a la manipulación de la memoria es lo único que puede permitir el ingreso de otros temas a la agenda de los múltiples reclamos que forman parte del recuerdo plural, contradictorio y fragmentario de una comunidad. El olvido no puede confundirse jamás con amnistía: el olvido permite que la vida prosiga, que los duelos se realicen (de manera personal, cada uno con sus tiempos, formas y rituales si eso fuera necesario) pero sobre todas las cosas que otros problemas y derivas del pasado entren a escena para discutirse.
A 38 años del golpe del ‘76 aún debemos liberarnos del autoritarismo de estado: para discutir más ampliamente el pasado pero centralmente para recuperar el presente y futuro.
*Guionista. Crítico. Escritor.
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