A los riesgos de salud que genera el avance del COVID19, se suma la actual emergencia sanitaria que ha puesto en estado de pausa a un dual sistema económica, maltrecho en general, pero más desigual hoy por la crisis de la deuda y el estado de estanflación de los últimos dos años. Todo lo cual paraliza la inversión, los intercambios y la creación de empleo, profundizando la relación entre pobreza e informalidad económica. En este contexto, la economía informal se empobrece aún más, y con ella, los pobres son más pobres. Es posible que la situación de alarma sanitaria nos obligue a poner en suspenso infundadas grietas políticas, y quizás aprendamos de ello un nuevo modo de hacer política, pero lo que no parece ser tema de suficiente debate público es el agravamiento de la grieta social en este contexto.
Otras enfermedades, otros males. No sólo porque la violencia, el dengue, la influenza y otras múltiples infecciones que golpean especialmente a la pobreza -sin una debida atención del sistema preventivo de salud pública-, siguen siendo todavía las principales causas de muerte evitable entre los pobres, sino porque la emergencia sanitaria -como otras tantas medidas de Estado que se destinan desde y para la economía formal- golpea más a la economía informal, al trabajador marginal, a esa gran parte de la sociedad (al menos 30% de los hogares, 35% de la PEA) que no recibe un sueldo regular ni una renta extraordinaria ni tiene un fondo de reserva con al cual hacer frente a la falta de trabajo que genera la emergencia sanitaria. Me refiero a prestadores de servicios personales de todo tipo, oficios de mantenimiento o reparación, vendedores ambulantes, servicio doméstico o cuidadores sin trabajo fijo, albañiles, artesanos, feriantes y puesteros de todos los rubros, etc.
A ellos han estado dirigidas las últimas medidas económicas del gobierno: pago extra de la AUH, bono para jubilados y pensionados que reciben la mínima y el ingreso familiar de emergencia (IFE), así como la tarjeta AlimentAR. Todas ellas importantes medidas paliativas para reducir los efectos de una acumulación de crisis sociales; pero nada que cambie el presente ni el futuro de estos sectores. Sin duda, la situación social sería peor sin esas transferencias. Las privaciones que afectan al menos a un tercio de la población no son nuevas. En este caso, a los efectos sanitarios y económicos regresivos que genera la pandemia se suman déficits estructurales: el hacinamiento, la degradación residencial, la falta de servicios públicos sanitarios (agua, cloacas, etc.), la mal nutrición persistente, la insuficiencia de los servicios de educación y de salud, la fragilidad de los capitales sociales en juego, la ausencia de información valiosa, el mayor riego a sufrir de ansiedad y estrés, la violencia social a flor de piel. En fin, no sólo estamos ante una epidémica sanitaria, también tiene lugar una nueva ola de pobreza estructural que golpea especialmente la vida cotidiana de los más vulnerables.
Emergencia. En este contexto, lejos de constituirnos en una sociedad más igualitaria gracias a un virus que más allá de sus actuales alcances no distingue orígenes sociales, cabe advertir que la situación amplia desigualdades materiales, sociales y simbólicas. Es por ello que a la necesidad de coordinar políticas activas para la emergencia, crecen los desafíos políticos para el día después de la misma. Necesitamos un horizonte de acuerdos económicos y sociales redistributivos -tanto tributarios y fiscales como socio-productivos- para el mediano y el largo plazo. La sociedad argentina, necesita urgente algo más que estabilizar la economía, pagar la deuda y salir de la crisis sanitaria para dar un salto cualitativo en materia de políticas de desarrollo, bienestar y equidad.