El problema era el miedo. ¿Lo seguirá siendo a partir de ahora? Durante 2.100 días lo que prevaleció fue una mezcla muy argentina de temor, recelo, cálculo, cobardía y pasividad. Sigue habiendo mucho de eso. Pero el país respira ahora con otra modulación. Lo que antes impresionaba ahora irrita. Lo que disciplinaba, de pronto, ya rebela.
Si la jefa política formal de una nación necesita dar cinco discursos públicos en ocho días y, además, precisa estigmatizar a un periodista muy reconocido que se expresa a través del lápiz, la pluma y la tinta, poniéndolo en el lugar de un mafioso, es porque hay cansancio.
Lo que cansa, empero, no está agotado todavía. El dispositivo de poder que la Argentina se dio (o toleró) en estos casi 60 meses de kirchnerismo no ha estallado. Es también poco probable que implosione en el corto plazo, si es que insiste en duplicar y triplicar apuestas, con ese machismo ideológico que debería molestar a una persona como la Presidenta, que se manifiesta preocupada por los temas de “género”.
Pero el clima de fin de época se respira y es inconfundible. Hay fatiga de material. Si se comparan las palabras que ellos pronuncian y los personajes que frecuentan con lo que hoy se dice, se hace y se piensa en los caminos del país, este oficialismo exuda rasgos arcaicos.
Se maneja con criterios de una obsolescencia ramplona. Apelar al cegetismo vociferante y a los carritos humeantes de choripán en la vetusta y desvencijada “Plaza” habla de una irrefrenable pulsión nostálgica. Pero es una nostalgia tóxica.
Parte de la evidente irritabilidad que se percibe en la vida cotidiana puede atribuirse a una enésima frustración nacional en pleno desarrollo. No es la primera, ni tampoco será la última. Pero así como Carlos Menem prometía en 1988 “una revolución productiva”, la actual Presidenta abrazó su campaña electoral a la noción de cambio en clave institucional. Ella se propuso como paradigma de un tiempo nuevo en esa materia. Lo prometía porque –según aseguraba– el cambio recién vendría con ella en el poder.
Bueno, no sucedió. En su gobierno no consultan, no negocian, no consensúan, no convergen. Sí usan, y mucho, esas palabras, pero como cáscara vacía de nociones en las que no creen.
Los productores del campo, presentados por la propaganda del Gobierno como avaros usureros inescrupulosos, sanguinarios explotadores del pueblo y temibles ideólogos de una derecha cavernícola, aguantaron a pie firme los contenedores de estiércol que les arrojó la retórica estatal y han surgido legitimados y más comprendidos que nunca.
Eduardo Buzzi, el dirigente de la Federación Agraria, los humilló como corresponde cuando aludió a las víctimas de la dictadura entre los productores agropecuarios de aquellos años. La verba desmesurada que se usa desde el Gobierno y desde los organismos que se presentan como defensores de los derechos humanos tiende a presentar al matrimonio presidencial como sufridas víctimas de la represión procesista. Los que se oponen, como los pequeños chacareros a los que representa la Federación, serían esbirros de aquel régimen.
Los productores agropecuarios han demostrado descarnadamente que la razón final del Gobierno en esta pelea es la apropiación centralizada de los recursos nacionales, sin rendir cuentas, ni compartirlos, a menos que se le sometan quienes solicitan, aunque sea, el 10% de lo que “retienen”.
Extraño concepto este de la “retención”. Huele a estrategia de viscoso estudio jurídico para quedarse con propiedades cuyos titulares no pueden afrontar el pago de la hipoteca. Es que, así planteada, la “retención” que enamora al imaginario oficialista es sólo una ejecución disfrazada, con el agravante de que aquí ni siquiera hay deuda exigible. Es una ejecución de bestial discrecionalidad: como-yo-digo-que-ganás-mucho-te-saco-gran-parte-de-lo-que-ganaste-porque-me-parece-que-es-demasiado.
Eso es lo que se aproxima a su inexorable agotamiento, la pretenciosa y mesiánica noción de que un poder absorbente recaude y distribuya, como si fuera dueño exclusivo del bien común.
Funciona como benévolo pero fulminante paternalismo: herramientas y formas de la democracia representativa son, en el mejor de los casos, métodos secundarios y prescindibles.
Lo son, sobre todo, de cara a la mayor (¿única?) virtud que exhibe esta manera de administrar el país: el ejercicio inapelable de la “conducción”.
Confrontada con la estimulante frescura que proviene de las nuevas energías sociales ahora reveladas, la mirada paranoica del oficialismo asusta. Hay que decirlo: no hay golpismo hoy en la Argentina. Sólo una imaginación desmesurada por el ejercicio plenipotenciario de la cosa pública puede convencer a quienes hoy mandan de que jamás se atacó tanto a un gobierno.
Alguien tiene que decir que en el comienzo de esta democracia, esos 25 años que este gobierno naturalmente no piensa celebrar, ni siquiera recordar, el 30 de octubre o el 10 de diciembre, a Alfonsín la CGT le hizo 13 huelgas generales, tuvo que afrontar tres levantamientos militares y, cereza de la torta, un sangriento ataque de la izquierda terrorista contra una gran unidad de combate en las cercanías de la Capital.
Comparar aquellos hechos con la huelga agropecuaria es como equiparar el descuelgue de cuadros en el Colegio Militar en 2003 con el juicio a las juntas impulsado a 72 horas de terminar esa dictadura con la que tanto se llena la boca el Gobierno.
Pero hay algo nuevo en el aire, y se nota. La gente es tonta y crédula e ignorante, piensan muchos. Pero cuando la Embajada de los Estados Unidos divulga esta semana la foto, que los diarios publican, de un sonriente Tony Wayne departiendo amablemente en la sede diplomática con el tremebundo ex montonero Carlos Kunkel, todo queda claro. Es una gestualidad que revela brutal hipocresía en el oficialismo, desde el cual se satanizó al embajador norteamericano hace pocos meses nomás.
Se trata de un sistema de pensamiento y acción que, aun en su solidez de hoy, ya presenta los rasgos inconfundibles de la fugacidad, como los alimentos perecederos que tuvieron que sacrificarse estos días. Ese agotamiento es visible, tal vez pequeño ahora, pero inevitablemente progresivo, a menos que el Gobierno, que se dio un porrazo de aquéllos, sorprenda al país con un claro cambio de rumbo, posible pero poco probable.
Porque si no, si la Presidenta tiene tiempo para acusar a Menchi Sábat de golpista “cuasi” mafioso, sólo quedaría, para confrontar a la melancolía de este domingo, apelar a Marcelo Tinelli y su formidable “¡Ah, bueno!”.