No vamos a andar engañándonos creyendo que existe la sociedad perfecta. Amigos que viajan por el mundo o que son de leer mucho me aseguran que tal cosa no existe. “Eso sí”, no tardan en aclarar. “El planeta está lleno de sociedades que, al menos, aprenden de sus errores. Y entre ellas, no figura la nuestra”.
Ahórrense la acusación de cipayismo. Buen lector y admirador que soy de Jauretche, supe aprender que, muy por encima de aquel que critica para que los melones se acomoden, buen cipayo es aquel que hace lo imposible para que nuestra Patria sea más vivible. No pocos parafraseadores tardíos de don Arturo son de esos que denuestan a los que criticamos, para que nada cambie… especialmente su bonanza malhabida.
Antes de que hagan un bollo con esta página o apaguen su tableta, aclaro que no será aquí donde, al menos hoy, se hable ni del dólar, ni de la imposibilidad de invertir en luz de aquellos que cada vez invierten más en pozos de petróleo, ni de Annalisa Santi, esa versión topless de Alejandra da Passano en Muchacha italiana viene a casarse. Para tener un demo de la sociedad en la que vivimos y que nos empeñamos en construir mal, con el fútbol basta y sobra.
Pasó esta semana en España. Sandro Rosell, máximo referente político del Barcelona, el club con mayor bonanza futbolera del mundo junto con el Bayern Munich, debió renunciar envuelto en una extrañísima y confusa polémica por los valores del pase de Neymar. Si no se relee varias veces la mejor de las crónicas al respecto, uno termina creyendo que renunció por haber gastado menos de lo que se pensó. Como sea, ante la duda, mejor váyase a su casa y no joda más.
Alguno podrá argumentar que es una forma hipócrita de sostener el sistema –¿una pizquita de Watergate en el fútbol español?–; como sea, si queremos seguir hablando de gastos de decenas de millones de euros por un par de piernas ante un pueblo azotado por el paro, al menos seamos transparentes. O parezcamos serlo.
No creo que haga falta repasar el derrotero de la mayoría de los dirigentes de nuestro fútbol de las últimas décadas. Ni la de algunos aún vigentes. Es lapidario recordar que las camisetas icónicas de nuestro fútbol, de los 90 para acá, vendieron jugadores por cientos de millones de euros y hoy revientan juveniles por pedazos como si fuesen medias reses. Permítanme solamente un listado que atraviesa la vida dirigencial de los apellidos Davicce, Pintado, Aguilar y, en menor medida, Passarella. Bonano, Burgos, Roberto y Celso Ayala, Sorin, Placente, Almeyda, Gallardo, Ortega, Berti, Cruz, Crespo, Salas, Santiago Solari, Berizzo, Aimar, D’Alessandro, Costanzo, Angel, Saviola, Cuevas, Yepes, Cambiasso, Demichelis, Maxi López, Cavenaghi, Domínguez, Lombardi, Osmar Ferreyra, Guillermo Pereyra, Montenegro, Mascherano, Luis González, Augusto Fernández, Buonanotte, Belluschi, Falcao, Alexis Sánchez, Gonzalo Higuain… ufff. Les estoy haciendo precio. Sólo un club vendió todo esto durante los últimos 15 años. No son todos los que vendió. Son casi cincuenta. Hagamos precio de oferta y pongamos un promedio de 10 millones de euros por cabeza. Son 500 millones. Son más de 30 millones por año. Pasó esta semana, en Inglaterra. Las autoridades del Southampton, que dirige un argentino –Mauricio Pochettino– sancionaron con dos semanas de suspensión a otro argentino, Daniel Osvaldo, por agredir a un compañero durante un entrenamiento.
Acepto por casilla de correos ad hoc la lista de desmentidas de dirigentes, jugadores y, especialmente, entrenadores respecto de las habituales inconductas en nuestros vestuarios. A la cabeza, la estupidez de tomarse en broma que Teo Gutiérrez sacara un arma –si fue de fuego, de aire comprimido o de plástico, sus compañeros ni quisieron averiguarlo en el momento– para definir a su favor un pleito con un compañero. Lejos de sancionarlo, lo volvimos a buscar como el salvador que nada salva.
Pasó esta semana, en Francia. Un señor llamado Sonner Ertek, defensor del Chasselay, equipo francés de Cuarta División, se lamentó por haber lastimado a Radamel Falcao, cuya presencia en el próximo Mundial pasó de ser imposible a un escenario optimista después de la operación. “Ojalá pudiera dar marcha atrás y dejar que marcara el gol con tal de no haberlo lesionado”, aseguró compungido.
¿Hace falta recordar que muchos argentinos celebraron –celebran– que miembros de un cuerpo técnico nacional hayan intoxicado con un vomitivo a un adversario? ¿Hace falta recordar que aún hoy nadie explicó oficialmente lo que sucedió en La Paz con el corte en la mejilla de Julio Cruz?
Admito que cuando llego a este punto de fastidio con la organización y el desarrollo del deporte que más me apasiona –aclaro, es el fútbol, y no el lanzamiento de enanos, como sugerirán más de uno–, empiezo a sospechar que estoy demasiado intoxicado con cierto espíritu amateur o menos monetarista del deporte. Sin embargo, lamento decirles que el fútbol argentino no es una deformación ya del resto de los deportes, sino que es una deformación respecto del mismísimo fútbol que se organiza y desarrolla más o menos lejos de esta tierra.
Y como no podría ser de otra manera, la mejor forma de expresarlo es a través de los barrabravas y sus gestas.
Sesenta detenidos ayer por portación de armas camino al clásico de anoche en Córdoba es un buen aporte reciente para la causa. Sazonado por la logística armada en Mar del Plata para el clásico platense: los de Gimnasia viajaron temprano y quedarían apostados disfrutando de las playas de Camet. Los de Estudiantes viajaron a la tarde, derechito a la zona del estadio. El asunto no es excluir a los violentos para que los demás mortales ejerzamos nuestro derecho futbolero. El tema es cuidarlos para que no se lastimen entre ellos.
Tal vez por eso, autoridades de la seguridad provincial celebraron que, durante este enero, realizaron una veintena de traslados –encapsulamientos, suelen decirle– exitosos porque, de tal modo, no se produjeron incidentes mayores.
Les faltó aclarar que, en el empeño por acompañar a los mercenarios, se gastaron fuerzas que, seguramente, habrían sido útiles para evitar que balearan la casa de un intendente del Conurbano. A quien, más allá del cargo, le tocó la bolilla negra en el sorteo diario de nuestra entrañable inseguridad. Esa que hoy, mañana o pasado puede tocarle a usted. O a mí.