COLUMNISTAS
Fiesta de la igualdad

Al compás del tamboril

28_11_2021_logo_ideas_Perfil_Cordoba
. | Cedoc Perfil

El Carnaval es, acaso, una de las fiestas más aceptadas y extendidas, sobre todo, en los países de presencia cristiana.

Algunos creen ver en el carnaval a un “hijo bastardo” del cristianismo, ya que su calendario litúrgico consigna que los cuarenta días anteriores a la Pascua, el miércoles de ceniza, comienza la cuaresma, un período de ayunos y preparación espiritual para la muerte y resurrección de Cristo.

La cuaresma es un tiempo de introspección y penitencia y, como válvula de escape era recomendable, en la previa, una suerte de relajación. Por ello, las estructuras de poder, la Iglesia lo era, adaptaron antiguas fiestas “paganas” para afrontar los sacrificios de los días venideros. Es así que el carnaval transcurre los cuatro días precedentes a ese miércoles de ceniza y se ajusta su celebración al variable año litúrgico cristiano.

Esta festividad toma características y colores de acuerdo a los lugares en los que acontece. No es igual el carnaval de Venecia que el de Nueva Orleáns, o el de Brasil con el mexicano, ni tampoco el ritual porteño con el uruguayo.

En Argentina las celebraciones de Jujuy y el noroeste, no guardan relación ceremonial con las de Corrientes o Gualeguaychú, por citar algunas. Tampoco comparsa y murga son sinónimos.

Es curioso que, siendo las festividades del carnaval promovidas desde el poder, han caído sobre ellas, también, múltiples normas, rechazos y prohibiciones.

En la época de la colonia se vetaban las máscaras. Rosas prohibió el carnaval “para siempre”. Sarmiento lo restablece y participa personalmente de su celebración. Alberdi había escrito a favor del carnaval “no sé cómo puede perderse en tres días una moral que cuenta 12 meses, menos los dichos tres días. Ni que fuera de cristal la moral para romperse de un huevazo”.

Un mes antes del golpe cívico- militar del 24 de marzo, un edicto de la policía de Córdoba prohibía, durante el carnaval, el uso de disfraces con uniformes militares, policiales, sacerdotales o que ridiculicen a las autoridades estatales y para otras vestimentas celebratorias había que obtener un permiso especial.

Los carnavales han sido una de las fiestas más igualitarias. Las máscaras y disfraces contribuían, aún lo hacen, a esa temporal y breve igualdad social. Al decir de Serrat “hoy el noble y el villano, el prohombre y el gusano, bailan y se dan la mano…” y cuando termina la fiesta “y con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas y el avaro a las divisas”.

A fines del siglo XVIII los virreyes de Buenos Aires promovieron el carnaval, en donde esclavos y “señores” se divertían por igual manera, con la particularidad de que las mujeres, de estas tierras y aquellos tiempos, defendían las fiestas frente a reglamentaciones y prohibiciones con un protagonismo que no alcanzaban en otras actividades.

Llega un nuevo carnaval. De algún modo los barbijos, máscaras, tapabocas e, incluso, las gorras y capuchas de moda, nos hacen marchar con “disfraces” sanitarios y sociales en una comparsa enrarecida.

Y, más allá de algún éxito deportivo común, pocos son los motivos para una celebración colectiva con algo de igualdad social.

Del carnaval y sus ritos pueden aparecer numerosas metáforas políticas y sociales para coloridas denuncias y reclamos.

Sepamos ver en medio de la realidad del otro desfile, el del día a día, el del paso tambaleante que va dando nuestra población y, salirnos de los frascos y las grietas, que tanto nos enceguecen.

Paremos la música y que no siga el baile si no pretendemos que, alguna vez, todos entren en la pista.

*Secretario general de la Asociación del Personal de los Organismos de Control (APOC) y Convencional Nacional UCR.