Tocan el timbre en la productora. Yo estoy en mi oficina, muy concentrado, escribiendo sobre la actualidad del país. Vuelven a tocar el timbre. Ya está, me distrajeron. En realidad, venía medio perdido porque no lograba tener información seria y comprometida para desenmascarar a los poderosos. Vuelven a tocar el timbre.
—¡Moira! –grito, pero Moira, mi secretaria, no responde.
—Otra vez el timbre, esta vez varias veces seguidas, con insistencia. Me levanto, abro la puerta de mi oficina, grito.
—¡Alguien que atienda la puerta, por favor!
—Nadie responde. Creo que estoy solo. Voy a abrir yo.
—Buenos días, disculpe que lo moleste –me dice un hombre, de traje, camisa y corbata, pelo negro engominado.
—¿Le interesaría escuchar la palabra del Señor? –pregunta una mujer, a su lado, pelo recogido, vestido gris que le tapa hasta el cuello, la falda bastante por debajo de la rodilla.
—No, gracias, no creo en Dios –les digo y amago a cerrar la puerta, cuando el hombre me frena y detiene la puerta con su mano.
—Disculpemé, pero no hablo de Dios, sino de un Señor mucho más amable –me dice el hombre con un tono sereno, que contrasta con la firmeza de la mano que sostiene la puerta–. Y esto creo que sí le puede interesar
—Es una información muy valiosa –agrega la
mujer, que saca algo de un bolso en el que se ven algunas carpetas y papeles.
—Le adelanto que no me interesa ni la palabra de Dios, ni leer la revista Atalaya, ni dialogar con Testigos de Jehová, ni…
—Tenga –me interrumpe la mujer, mientras me pasa una carpeta bastante gruesa, llena de papeles y un par de sobres de papel marrón.
—¿Y esto? –pregunto.
—Información para su columna periodística
–dice el hombre–. Hay escuchas a funcionarios y ex funcionarios que demuestran que están todos metidos en una red de corrupción, extorsión y espionaje.
—También hay metidos periodistas, empresarios, sindicalistas, políticos…
—¿Cómo obtuvieron toda esta información?–pregunto, totalmente sorprendido.
—Eso no se lo podemos decir –dice la mujer–. Pero no tenga dudas de que la información es buena.
—Si tiene alguna duda, le aclaro que yo soy abogado y experto en narcotráfico.
—Como verá, somos gente seria –agrega la mujer.
—Hojeo un poco la carpeta y no puedo creer las cosas que aparecen. Los detalles son escalofriantes: van desde la dirección exacta donde vive Alfredo Yabrán en una isla de la Polinesia hasta cómo se armó el grupo armado mapuche que asesinó al fiscal Alberto Nisman, pasando por la conspiración secreta del Pollo Sobrero para quemar vagones del tren Sarmiento.
—Lo siento, pero no puedo aceptar esta información –digo, finalmente–. Como ustedes dicen, acá hay denuncias sobre corrupción, extorsión y espionaje. ¿Pero cómo sé que esta información no la obtuvieron con extorsión y espionaje?
—Veo que está admitiendo que al menos no hubo corrupción –dice la mujer.
—Bueno, tampoco es que puedo poner las manos en el fuego por eso, pero…
—Mire –me interrumpe el hombre–, si no le interesa el prestigio periodístico, problema suyo.
—Se imaginará que si hay algo que no nos falta es gente con ganas de publicar esta información.
—Si cambia de idea, acá le dejamos nuestra tarjeta –dice el hombre.
Los veo irse caminando despacio. Miro la tarjeta. Dice: “Alabado sea el Señor 5” y tiene un número de teléfono. Cierro la puerta y la llamo a Carla, mi asesora de imagen. Le cuento lo que me pasó.
—¿Cómo que no aceptaste? –me recrimina Carla.
—¡Obvio que no puedo aceptar algo así! –me quejo.
—¿Y tu carrera? ¿Y los premios al periodismo de investigación?
—¡Pero eso no es periodismo! ¡Eso son operaciones políticas! ¡Eso es extorsión!
—Me encanta cuando te ponés romántico –se ríe Carla.
—¡Eso es una porquería! –grito.
—No, eso es el periodismo, eso es la política, eso es el poder –me dice Carla, muy tranquila–. Al menos por el momento, las cosas son así.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Para qué existen los servicios de inteligencia?
—Una muy buena pregunta. Pero creo que es obvio: existen para que los periodistas podamos investigar, para que los políticos puedan denunciar hechos de corrupción y para que todos y todas y todes podamos vivir en la sociedad maravillosa en la que vivimos.
—A mí me parece que una democracia llena de servicios es una democracia en peligro.
—No entiendo por qué decís eso –concluye Carla–. ¿O no te gusta la sociedad en la que vivís? Puede ser que haya muchos servicios, no lo niego. Pero por suerte, son servicios al servicio de la democracia.