“Hay dos clases de lealtades: la que nace del corazón, que es la que más vale, y la de los que son leales cuando no les conviene ser desleales. A esos también los aprovechamos en las circunstancias en que puedan servir.”
Juan Domingo Perón
Sería muy engorroso ponerse a definir justo ahora entre qué clase de leales habría que ubicar a Alberto Angel Fernández, quien viene desempeñándose como jefe de Gabinete desde la Gestión K 1 y quiere ocupar algún lugar expectante en el nuevo PJK, desde su discutible rol de cacique del poquísimo PJ que queda en la Capital Federal.
Mejor dejemos abierta la incógnita sobre el ADN de sus lealtades para cuando los historiadores decidan que ha llegado el momento de ocuparse de este abogado que empezó su carrera política como funcionario de Raúl Alfonsín en los 80, para convertirse en “joven brillante” del menemismo 90, luego en cajero duhaldista, más tarde en cavallista y, finalmente, en pieza clave del kirchnerismo dominante. Y, ya que estamos, dejemos librado a la arbitrariedad de los futurólogos (o al arbitrio de los hechos) si, en cualquier momento, Alberto Angel pasará a ser más cristinista que nestorista, o viceversa, porque pareciera ser que en este país nada resulta imposible.
Por el momento, detengámonos en un detalle que puede no ser menor próximamente: su doble función de superministro y dirigente peronista está sumergiendo a nuestro omnipresente Alberto F. en una especie de esquizofrenia que ojalá no acabe con toda su estatura tendida en un diván.
Cuando habla de la presidenta Cristina Kirchner, habla el Alberto Angel funcionario. “Definitivamente –dijo esta semana–, no hay doble comando en la Argentina. Cristina lleva muchos años en el conocimiento y el manejo de la cosa pública y tiene todos los atributos que se necesitan para administrar el país: inteligencia, dedicación y sensatez. Sucede que Kirchner recibió un país signado por el desorden y tuvo que actuar con firmeza. Cristina recibió otro país, que no reclamaba esa condición de imposición de decisión. Ella tiende a escuchar, es más dialoguista. No es para nada dócil, pero debate antes de tomar una decisión”. En síntesis: Cristina es mejor que Néstor, al menos más civilizada. Cristina razona. Néstor, no.
Pero cuando habla de Néstor Kirchner, aparece la versión menos angelical de Alberto Angel. “Con Néstor Kirchner –dijo esta semana– el Partido Justicialista puede volver a ser lo que fue y servir mucho para que el sistema democrático funcione cabalmente. Hoy, el partido no expresa el ciento por ciento de las motivaciones que lo hicieron nacer: nació para defender a los desprotegidos y, durante muchos años, se olvidó de los más desprotegidos. Es importante que él sea presidente del partido, porque es una referencia política indudable de la Argentina. Kirchner es mucho más representativo que el peronismo, porque hay muchos no peronistas que lo acompañan”. En resumen: Néstor es mejor que Cristina, al menos en convocatoria y popularidad. Néstor es más que el peronismo. Cristina, no.
Durante los últimos días, buena parte de las tareas de Alberto Angel estuvieron centradas en sostener la moral y el rango de Martín Lousteau, un ministro demasiado blandito como para soportar por sí solo los cascotazos del “ala dura” del kirchnerismo, simbolizada en las figuras de Julio De Vido y Guillermo Moreno. La Presidenta y su jefe de Gabinete mimaron y salamearon al ministro de Economía, cuya renuncia significaría un inconveniente demasiado molesto cuando la Gestión K 2 aún no cumple los emblemáticos primeros cien días.
Fuera de la Casa Rosada, Alberto Angel dedicó buena parte de su agenda semanal a reunir al PJ porteño. La idea: ofrendar su apoyo orgánico a Kirchner en las oficinas de Puerto Madero, por donde también desfilan quienes buscan, entre otros trofeos, la melenuda cabeza de Lousteau.
Alberto Angel estaría empezando a sentir los mismos síntomas que Trufaldino Batoccio, el protagonista de Arlequino, servidor de dos patrones, la comedia del veneciano Carlo Goldoni, estrenada con gran suceso en 1745 (aquí hicieron una versión memorable Gianni Lunadei y Ulises Dumont en los convulsionados años 70).
Resulta que Trufaldino era un mucamo bastante escaso de recursos que, para sobrevivir, decidió trabajar simultánea y secretamente para dos sujetos distintos. Al principio todo iba bárbaro, hasta que las demandas de ambos amos comenzaron a superponerse, y servirlos a los dos con la misma lealtad y eficacia se volvió una verdadera tortura. Para peor, uno de sus patrones era una dama que fingía ser un caballero. Trufaldino, un hábil (y encantador) mentiroso, zafaba de los enredos con juegos de palabras y bufonadas varias. No era leal de corazón, sino por necesidad y urgencia.
¿Y nuestro Albertino, qué tal?
Goldoni, un admirador de Molière a quien admiraría Pirandello y que llegó a escribir para Luis XVI y María Antonieta, explicaba así el sentido de su arte: “La buena comedia abraza el deleite y la instrucción, pues patentiza y declara los defectos de los hombres, haciendo que éstos detesten las malas costumbres, pues al ver que se retratan públicamente, el sonrojo les sirve de enseñanza. Y quién ignora que la tragedia enseña a que siempre se haga buen uso de las pasiones, viendo premiada la virtud y castigados el vicio, la ceguedad y la audacia”.
El problema de servir a dos patrones es que, siempre, uno manda más que el otro. O que la otra, en fin.