Viví diez años en Paraná, y aunque había oído hablar de las aldeas alemanas nunca había ido. Cuando sos estudiante, no tenés auto ni plata, los atractivos turísticos de la región te tienen sin cuidado. Bueno, en realidad, la indiferencia al turismo es algo sintomático en mí, ya lo habrán descubierto quienes leen esta columna. El tema no me interesó entonces ni por muchos años, hasta que vi Germania, la primera película de Maximiliano Schonfeld. Una película que no solo transcurre en una de esas aldeas, Aldea Santa Rosa, sino que además está completamente interpretada por gente de la zona devenida actores y actrices ad hoc. Granjeros, tamberos, muchachas que están en la secundaria o que trabajan en los negocios del pueblo, adolescentes que a pesar de su edad trabajan desde pequeños en los criaderos de pollos de la familia. Todos descendientes de los alemanes del Volga que emigraron a Argentina a principios del siglo XX y se desperdigaron entre las suaves colinas entrerrianas cercanas a la costa del Paraná: Aldea Brasilera, Aldea Spatzenkutter, Valle María, Aldea Protestante… en estos pueblos diminutos habitados por personas blancas y de cabello rubio como el trigo se conservan las costumbres de los ancestros, preparan los platos típicos, en las festividades bailan las danzas de sus orígenes, y muchos todavía hablan en dialecto.
Varios de los actores vuelven a aparecer en La helada negra, la segunda película de Schonfeld, y en su docuficción La siesta del tigre; también en la serie de televisión El lobo. Soy amiga de Maxi desde hace algunos años, así que había oído muchas anécdotas de sus actores. Pero este fin de semana voy a conocerlos por fin pues estamos juntos, con dos amigos más, Flor Alvarez y Rusi Millán Pastori, en un proyecto de serie y vamos a filmar un demo. Mis amigos viajan desde Buenos Aires, pero yo estuve en Santa Fe y ahora un remís pasa a buscarme por la terminal de Paraná. El remisero debe llevarnos a mí y a las dos actrices. Viene acompañado por su esposa. Por suerte el auto es grande, tipo camioneta, porque debo decir que saber que la esposa va a ocupar el asiento del acompañante y nosotras tres, las clientas, tenemos que apretarnos atrás, me pone de mal humor. Informalidades pueblerinas.
El paisaje que veo por la ventanilla es hermoso, muy distinto a otras partes de la provincia: caminos sinuosos que suben y bajan, una vegetación salvaje que por momentos muerde la ruta y a veces es interrumpida por campos sembrados. Las actrices, que son muy jóvenes, también están sorprendidas: ellas, como yo, a su edad tampoco se habían interesado nunca en recorrer la zona.
Nos hospedamos en unas cabañas en el balneario de Valle María. La jornada de rodaje es intensa pues todavía hace mucho calor y el sol pica. Estamos en un cruce de caminos marcado por un gran ombú. Excepto por un campo sembrado de sorgo, el resto es el verde uniforme y asqueante de la soja.
A la noche comemos en lo de Darío, uno de los actores y secretario de Cultura de la aldea. El y su hermano Mario son grandes cocineros y se disputan las recetas ancestrales. Esa noche Darío hizo el asado, pero los chorizos son de la factura de Mario. Y también el füllsen, una suerte de budín de pan con dulce de membrillo que se come acompañando las carnes. Entre los comensales está Benigno, un granjero enorme, barbudo, de pelo largo, que va a contar la anécdota insuperable de cuando el rey de los gitanos lo invitó al cumpleaños de quince de una de sus hijas. Benigno es un capítulo aparte que ya vendrá en una próxima entrega.