Se acaba de estrenar una nueva película de Pino Solanas. Esta vez se trata del saqueo de nuestros minerales y de la impunidad con la que actúan las corporaciones avaladas por gobiernos corruptos. En documentales anteriores Solanas investigó sobre los estragos que dejó el desmantelamiento de la red ferroviaria, y recorrió astilleros y centros de investigación para mostrar el abandono por el Estado de las fuerzas productivas de la nación.
Solanas es el único político que crece. Los otros oscilan de acuerdo a sus impactos mediáticos. Su presencia ante el público lo muestra con un discurso coherente y muchos se reconocen en él. Es posible que concite cada vez más atención. De su grupo quien amplía su prédica con eficacia y simpatía es Claudio Lozano. Miembros de la CTA y ex kirchneristas se suman a su ideología. Porque Solanas es un ideólogo. Su doctrina es la del nacionalperonismo. Es así desde su película La hora de los hornos. La idea es simple: la Argentina es un país despojado, una nación sometida por los grandes intereses corporativos asociados a un Estado venal.
Desde Raúl Prebisch a Alsogaray, Krieger Vasena, Martínez de Hoz y Cavallo, el poder político sumó a cipayos del imperio que administraron el modo en que los pulpos corporativos se llevaron los dineros del trabajo argentino, se chuparon las riquezas del suelo a la vez que arrasaron con la industria nacional hasta convertirla en subsidiria de los monopolios multinacionales.
Esta es la historia que entrega Solanas al pueblo argentino y en la que muchos se reconocen ya que es la versión dominante de nuestra historia. Pero sabe que no le alcanza este único mensaje si quiere llegar a ocupar lugares trascendentes en la política argentina.
No todos comulgan con esta versión de la historia, y por otro lado un político debe convencer a una sociedad que no deja de ser plural y diversa. No nos referimos a que debe seducir a los que gozan del despojo, sino a amplios sectores de las clases medias y cúpulas dirigenciales que vieron cómo este clamor de justicia llevó en la década del setenta a un suicidio político que terminó con lo que quedaba.
Aun siendo despojado nuestro país creció y su industria se desarrolló entre 1958 y 1972, y una vez declarada la guerra misionera inició un proceso de destrucción de su propias riquezas como jamás conoció en su historia. Una demolición que llegó sin pausas hasta el año 1991.
Por eso se lo ve amenguar su prédica con la combinación de ingredientes liberales, introducirle elementos “éticos”, hablar de república, acusar al gobierno de corrupción y de usufructuar el poder para enriquecerse y gestionar sus propios intereses. Se dirige así a otro espectro de la clase media.
De todos modos, por ahora este giro discursivo no parece más que un cambio táctico sin convicción profunda. Solanas siempre despreció la cultura política liberal y la asoció, de acuerdo con la escuela doctrinaria a la que pertenece, con los traidores a la patria.
Su problema es el sectarismo. Es vano, por no decir peligroso, y no sólo para los malditos intereses denunciados, afirmar que los empresarios son especuladores y explotadores, la Iglesia un banda de cómplices del genocidio, las Fuerzas Armadas una institución reaccionaria, la clase media un estamento gorila e hipócrita, la dirigencia sindical una banda de burócratas corruptos, y que el mundo es un terreno en el que los países ricos ahogan a los pobres entre los que nos contamos nosotros.
Con un panorama así la justicia, la pobreza y la desesperación van de la mano y la política que surge es una guerra de grupos ni siquiera de clases, ya que las clases están fraccionadas, para arrebatar lo que queda de un botín.
¿Solanas podrá ser un nuevo Lula? Es decir, un político que asumió que es la cabeza visible de un Estado que no es sólo él y sus principios, que representa a intereses variados, sectores con un poder ya instalado, a sectas evangelistas de gran predicamento, fuerzas armadas poderosas, grupos financieros determinantes, y que con su política de hambre cero, su fuerza laboral en un 60% en negro, millones que viven en favelas, una mafia de narcotraficantes cuyos jefes organizan aun desde la cárceles los asaltos y el comercio de estupefacientes, decide cambiar su ideología reinvindicativa del sector al que pertenece por origen e historia militante y tejer alianzas para que los ciudadanos no se maten entre sí.
Lula no se traga la hostia de la culpa con los chicos de la calle cariocas y deja por eso de comprar submarinos. Sabe que el hambre no desaparece asaltando supermercados, lo que desaparecen son los supermercados. Ni contrata a un nuevo Glauber Rocha para mostrar el costo social de cada medida que toma y de todo lo que queda por hacer en este mundo de sufrimiento.
Vaciar un país es más fácil que llenarlo. Vaciarlo de gente y dinero se puede, volverlos a traer es casi imposible. Nada de lo que muestra Solanas deja de ser verdad, pero poner un dedo en la llaga no cura la herida.
Si toda la sociedad está enviciada menos los que nada tienen y los patriotas que se conservan puros, si fuimos engañados por una socialdemocracia de cotillón con Alfonsín, un traidor como Menem, una Alianza que en nombre de la ética fue responsable de sobornos, por un kirchnerismo corrupto, si desde 1955 nuestro país perdió el rumbo y la dignidad, los recursos con los que contamos para construir son nada, casi nada.
Con una doctrina así ni se hace justicia ni política, porque mezcla verdad con resentimiento, revolución con venganza, una historia conocida.
Sin embargo, Solanas se destaca en el panorama político nacional. La prédica del consenso de la llamada oposición en sus múltiples variantes no parece consistente ni posible en un país con la desigualdad social que hay en la Argentina ni con los bolsones de pobreza y de ostentosa riqueza que existen. Para que haya consenso los participantes deberían partir de situaciones más parejas. Las moléculas partidarias que giran alrededor de Cobos, Carrió, Reutemann y Macri chocan entre sí y no producen ninguna energía. Al menos Solanas recupera nuestra historia y le da identidad a un fracaso, convierte derrotas y desaciertos en una conspiración. Siempre es un consuelo, más aún si lo que promete es una liberación.
Solanas dice que la unión entre Estado y Pueblo es la base de una nueva Nación. Todo lo pone con mayúsculas. Pero no es una cuestión semántica sino política. Hasta que no haya un debate profundo –es curioso cómo hay tantos pedidos de debates profundos– sobre la relación entre Estado y gobierno, no hay Estado nuevo ni nación liberada.
Nos referimos a reglas, leyes, controles, instituciones, marcos jurídicos, límites, deberes, productividad, estímulos, sanciones, y metas de crecimiento. En nuestro país lo público está dominado por intereses privados aun cuando se hayan eliminado las privatizaciones. Para que cumpla su función hay mucho por pensar y hacer.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).