Hay una magia negra enraizada en la naturaleza del capitalismo. Es el poder que emana de la transformación de la materia en mercancía. Marx ya removió la cuchara de este asunto en El fetichismo de la mercancía y su secreto y no hay postmarxismo que haya podido doblegar la entereza de esta explicación, que sirve tanto para demostrar cómo transmuta la madera en algo suprasensible cuando pasa a ser parte de una mesa o cómo es que Donald Trump ganó las elecciones. Es la fascinación del poder, eso que emana de un secreto hundido a viva voz en los motores de las sociedades: la plusvalía.
Siglo y medio después, Zypce lo explica esquivo y armonioso en su pieza de teatro musical: Kando. Ironiza sobre la relación despiadada entre cosas distantes (todo ritual une lo que estaba separado) y pone en escena un kando japonés, una especie de karaoke que mide el éxito en la falsificación de la voz de un intérprete amateur.
El pop como mercancía fetichizada y su ulterior imitación como mera algarabía bien puede ser una metáfora de esas explicaciones nada farragosas pero siempre escurridizas acerca de cómo se hace rico el dueño del capital mientras sus obreros siguen ganando lo mismo. Ese secreto, esa magia negra, adquieren una voluntad espeluznante cuando se mezclan con virtuosismo. Zypce fabrica sus instrumentos musicales requisando la utilería barata de la fabricación china y burlando la importación de maniguetas y aparatitos. Son flautas mágicas: sólo él sabe sonarlas y se destruirán en breve cuando el espectáculo desaparezca. ¿Cuánto valen entonces? No está nada claro.