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Algoritmos peronistas

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Con la vista debilitada y la serena pereza que depara la edad, fui pasando lentamente de la lectura en el transporte público a la escucha del material sonoro que proporciona YouTube. Así como mi bisabuela tomaba el enchufe entre sus manos y preguntaba cómo pasaba gente tan chiquitita desde el cable hasta la pantalla del televisor, pasé meses interrogándome acerca de los motivos por los que un programador anónimo tenía la delicadeza de ofrecerme carradas de canto gregoriano o registros operísticos o bandas de rock and roll, una vez que yo había hecho una búsqueda al azar. Al preguntarme esto yo era víctima de la misma superstición que lleva a los jugadores de fútbol a persignarse o agradecer al cielo cuando hacen o evitan un gol, sin preguntarse a su vez qué poderes posee una deidad que tanto los favorece como los desfavorece. ¿Realmente existe un dios tan atento, tan generoso en su diseminación, que atiende hasta el nimio destino de una pelota de fútbol? El mismo enigma se disipó para mí cuando alguien me dijo “algoritmo”, el nombre del nuevo dios. No había para mí “alguien” atendiéndome, sirviéndome nuevos manjares para mi elección musical. Lo que significaba tanto una pena (era de lamentar el vacío del ser en los cielos de la técnica) como un alivio (porque al placer conferido no se le podía interponer el gesto de retribución).

En esa búsqueda programada por un arte de la combinatoria que nació de las operaciones conceptuales de la cábala y los dispositivos risibles de Raimundo Lulio me encontré un día con una oferta inesperada. Borges. En el instante en que puse el dedo sobre la pantalla, suponiendo que me entregaría las Siete noches en el Coliseo o la infaltable entrevista infumable del hispánico pomposo que comienza cada frase con su “Maessstro”, me apareció Piglia. Borges por Piglia en la Televisión Pública. Placentero arte del azar de la combinación, que también da por resultado que el número de la chapa del auto de nuestro nuevo presidente haya salido en la quiniela.