Me recuerdo a los seis, ocho años, pateando la pelota contra la pared, jugando al efecto rebote, mientras pensaba en las palabras de mi tía Noemí que parecían precisar mi destino: “Ay, Dani, con ese piquito de oro, cuando seas grande vas a llegar a la mesa de Mirtha Legrand”. Yo había decidido ser escritor, por lo que esa entronización a futuro (¡hay que ver lo mucho que le gustaba a mi tía ese programa!) me dejaba perplejo. Si la Legrand era el premio Nobel (o, digamos, el Martín Fierro), ¿cómo es que me sería conferido no por lo que escribiría sino por mi facilidad de palabra? En ese desvío de trayectoria se escondía el secreto de algo no imaginado ni deseado que se convertía en un valor. Desde luego, ir al programa de la señora debe de tener un precio, no necesariamente el que se pagaría en valor billete para lograr el asiento, sino el del costo íntimo de la conversación forzada y la interrupción forzosa.
La cuestión entonces era, ¿cómo obtener la visibilidad necesaria para llegar a esa apoteosis gastronómica familiar y social en la pantalla de doña Rosa? (Ahora la pregunta podría trasladarse al programa de Andy Kusnetzoff: ¿qué cosas habría que hacer para hablar de dónde y con quién la pusiste y cuánto te gustó o no te gustó hacerlo?). Aunque parezca extraño, mi primera intención había sido la de escribir sobre el arte conceptual. Esa misma
sensación de desvío, de extrañeza, la tuve años más tarde cuando leí que se había puesto en venta un pote de mierda de artista. Esa perplejidad se preguntaba por las formas y las normas de la producción y apreciación del hecho estético, sobre las formas de nominación y representación. Desde luego, no tengo ninguna teoría al respecto. Hoy leo que un artista italiano vendió en 130 mil dólares –y es lo que la noticia destaca– una banana pegada con cinta adhesiva a una pared. Me sigo preguntando si se tratará de un chiste de gracia ignorada.