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TRIBUTO A KANT

El padre del nihilismo contemporáneo

El lunes pasado se cumplieron 300 años del nacimiento del filósofo alemán. El autor evoca aquí la importancia de su pensamiento.

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Tributo a Kant. | cedoc

Me llama un periodista de un diario para pedirme una reflexión sobre Kant porque se cumple el trescientos aniversario de… calculo… su nacimiento. Lo pienso y le envío un audio diciéndole que Kant escribió algo maravilloso que es la “Dialéctica trascendental”, uno de los capítulos de la Crítica de la razón pura, un escrito que determinó la estructura de lo más importante del pensamiento filosófico del siglo XIX. 

Daré mis razones. Kant con sus tesis que afirman que todo lo que enuncia la religión en términos de inmortalidad del alma, de origen del universo, de sentido de la vida, de la existencia de Dios, no puede demostrarse pero no solo porque no son objetos de experiencia alguna ni plausibles de axiomatizarse, sino porque no pertenecen al domino del saber sino al de la creencia; con esta afirmación el filósofo de Könisberg colocó los cimientos del nihilismo contemporáneo. Horror de horrores para los kantianos que siempre ungieron a un Kant moral despojado de malas intenciones. 

Por lo tanto, de acuerdo a Kant, se trata de creer, pero lo más genial de todo es que esta creencia no proviene de la fe sino de la razón.

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Es la efigie de la racionalidad que hizo eclosión con los descubrimientos científicos de la física en el siglo XVII y con la Revolución Francesa, esa nueva entidad universal a la que Robespierre le dedica un templo a la vez que guillotina a frailes y nobles, esa misma razón que inspira al marqués de Sade a elucubrar en qué se convierte la naturaleza ante una razón que niega el absoluto y afirma el infinito, es decir, todo vale y nadie vigila, esa razón nos impone creer.

Es nuestra razón la que nos hace preguntar sobre esos enigmas sin respuesta, la que nos hace pensar en cuestiones que superan a nuestra posibilidad de conocimiento. Hablamos de las ficciones de la razón.

Nada más hacía falta para que un buen día Nietzsche pusiera en boca de Zaratustra y del Hombre Loco su famosa frase: “Dios ha muerto”. 

Pero Kant también tuvo hijos presuntamente obedientes. Me refiero a los idealistas alemanes que inventaron no solo una nueva forma de filosofar sino una estética propia basada en lo que definieron como el “fragmento”, que discurre desde los hermanos Schlegel a Nietzsche.

Son el idealismo alemán y el romanticismo los que hicieron del fragmento un nuevo modo de expresión que pretende condensar en la brevedad una idea sin que necesite incorporarse para mostrar su validez a un sistema saturado de conceptos que se sostenga a sí mismo por su propia consistencia.

El fragmento vale por sí mismo. Es una guerra contra el sistema. No hay totalidad, no hay concepción integral, ni dogma o canon que legitime a la divinidad. Dios no tiene quien lo cobije después de las guerras religiosas que desangraron Europa, menos aún una vez que Galileo presentó sus lunas y sus leyes que, como primer paso, generaron que Descartes hiciera de Dios una idea innata, Leibniz un organizador y Spinoza una entidad expresiva infinita. Después de todos estos acontecimientos políticos y científicos, y estos retrocesos filosóficos que usan a Dios como un escudo ante las persecuciones y las hogueras, lo que quedaba de la fe no era más que una voluntad de creer.

Kant no nació de un repollo, lo que hizo fue sacar las consecuencias de todos estos acontecimientos y convertir la fe en un producto de la razón que acepta que no hay saber que corresponda a nuestras preguntas e inquietudes. Pensaremos en vano, pero pensaremos, y el arte de la filosofía consistirá justamente en eso, en un arte de la ignorancia del mismo modo en que lo concibió quien inauguró el pensamiento filosófico: Platón.

Fue el griego que distinguió la sabiduría de la filosofía, un mero remedo, una copia escrita de lo que fue el saber, la sofía, hasta la muerte de Sócrates. Kant repite el gesto diferenciando el pensamiento del conocimiento.

Si se me permite en este juego apasionante al menos para mí llamado filosofía, me referiré a un viejo zorro: Heidegger. En un curso sobre Schelling en medio del auge del nazismo, Heidegger mide su potencia erudita respecto del idealismo alemán. Decir idealismo alemán es referirse a Schelling, a Fichte, Hegel, pero también a Goethe, Schiller, Novalis y a Hölderlin. Una riqueza especulativa que para muchos fue el último paso de la filosofía y la poesía imbuidas de su misión en un proceso de autoconciencia del que se pensaba merecedora de situarse en la cumbre del conocimiento en la era del ocaso de los ídolos y el alejamiento de los dioses. 

Luego la debacle, un primer paso hacia el abismo fue Schopenhauer quien, a pesar de su atrevimiento no soltó amarras y con su voluntad de vivir y su nirvana, al menos conservaba el lenguaje de la tradición y las ambiciones fundacionales. Otro paso fue Feuerbach, quien pedía un aterrizaje hacia la materia desde las cumbres idealistas pero con universales abstractos propios de lo mismo que criticaba. Después sí, lo nuevo: Marx y Nietzsche, la aurora del siglo XX.

Le digo viejo zorro porque Heidegger hace de Schelling el caso ejemplar del idealismo como voluntad de sistema. No se obnubila con el fragmentismo del Atheneum de los hermanos Schlegel como lo hicieron la mayoría de los estudiosos del idealismo alemán, sino que junta estos dos términos tan disímiles, casi un oxímoron, como lo son “voluntad” y “sistema”, para mostrar que el idealismo alemán se propuso ser la concepción del mundo que llenara el vacío que había dejado la demolición de la civilización cristiana después de la hecatombe francesa.

¿Qué es lo que se perdió con esa revolución que enarbolaba derechos universales, condenaba a la Iglesia por fraudulenta y confiscaba sus bienes, decapitaba a un delegado divino una primera vez en 1649 por Cromwell (no es por azar que Victor Hugo escribe su prefacio a su drama teatral Cromwell, considerado como un manifiesto inaugural del romanticismo francés) y en 1793 por Robespierre?   

No es Dios lo perdido ni la fe en Cristo, ya que son sucedáneos de un valor que los subsume y explicita la energía que los hacía circular, ese valor tiene un nombre filosófico: el absoluto. 

Restaurar el absoluto desde la filosofía no podía derivar de un sustituto religioso con sus pastores y su biblia, no era una cuestión de creencia ni de fe, sino de saber y de hacer. Heidegger insiste en este proyecto idealista de generar un absoluto desde una voluntad sistemática para integrar una realidad discontinua, azarosa, relativa y caótica, en un único Real y en un único discurso que lo refleje.

Para que esta operación filosófica fuera posible se hizo imprescindible separar un dispositivo que unía dos piezas que definían al pensamiento clásico: arte y naturaleza.

Los ideales de armonía, racionalidad, unidad, mimesis, de un universo en que la permanente creación de nuevas formas soldaba al hombre y el cosmos en una recíproca completud se destrabaron y dejaron sus piezas sueltas por la acción de la moral. Y esa fue también una labor de Kant. Es por él que el hombre se diferencia de la naturaleza porque su rasgo diferencial es ser libre, es decir, proponerse valores más allá de su ser natural caracterizado por lo que denominaban “el mecanismo”, ese destino biocósmico que domina nuestro cuerpo. El hombre trasciende su legado natural porque es un ser moral que dispone para sí sus propios fines. Su praxis tiene densidad ética por ser universal, por la misma ley de la razón práctica que define un acto moral por su coherencia lógica.

Estos hijos de Kant, me refiero a los filósofos idealistas alemanes, reciben y adoptan las verdades kantianas, pero las reconvierten para situarlas en un nuevo espacio: el arte.

No es la moral sino el arte el que puede acercarnos a la cima de la majestad humana porque en el arte el hombre es creativo, generador de nuevas formas, en el arte el hombre es libre y se despoja de los mecanismos naturales que encuadran el vivir y el morir. Por el arte el hombre emprende su camino hacia la libertad y lo hará desde su contemplación de lo bello y lo sublime, que maravillosamente Kant elaboró en su Crítica del juicio. El sujeto, como decía Schiller, se forma en la educación estética gracias a lo que inventa sobre la marcha y por lo que ofrece como una nueva dimensión humana: el juego.

Schelling, con su sueño de un arte como paladín de la libertad, y Hegel, que hará del tiempo que todo lo succiona y todo lo devuelve en una nueva figura del destino adaptado a los tiempos de la política que denominó Historia, los dos son los hijos de Kant.

*Profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.