Mi padre acaba de cumplir 85 años y está perdiendo la memoria inmediata. Es un problema que a veces lo aflige y a veces lo lleva bien. Un ejemplo: estamos en la cancha del club de nuestros amores y el rival, Boca, nos va ganando dos a cero. Pero él no se acuerda y me dice: menos mal. Desde que es joven tiene afición por sacar fotos. Hace un par de años le regalamos con mis hermanos una cámara chica, digital. Ahora, cuando queremos saber qué estuvo haciendo, como a él le cuesta recordarlo, optamos por mirar las fotos que tiene almacenadas en la memoria virtual de la cámara: aparece la ciudad deportiva del club, mujeres mayores de la milonga donde va los sábados por la noche, una cena con amigos, Bruno y Zoe, los hijos de mi hermano menor. Eso es lo que hizo. Salvo algunas excepciones, mi viejo no nos pide que le bajemos las fotos al papel. Me pregunto si esto no tiene que ver con tener experiencia. Es decir, desde hace un tiempo las personas ya no quieren tener experiencia. La experiencia la tienen las máquinas. A las personas ya no le suceden cosas, le suceden tuits. Pero tener experiencia es, entre otras cosas, animarse a vivir situaciones que no van a ser reflejadas ni mediatizadas por nada y que van a morir con uno. Tener experiencia es aceptar la muerte. Tener experiencia, hoy en día, es volver a la vida privada. Uno está acostumbrado, por ser occidental, a encontrar –cuando miramos una foto, cuando leemos un poema– el sentido a la derecha. Por eso las políticas populistas –como el peronismo– nos hacen sentir protegidos, porque cuando uno tiene miedo, se vuelve de derecha. Pero el sentido no está ni a la derecha ni a la izquierda. Se podría decir que el sentido parpadea, como una luz de giro, como las luces traseras del auto que espera, mal estacionado en la calle, en perpetuo estado de indefinición. Lo cierto es que, hayamos sacado alguna vez una foto o no, no podemos dejar de vivir y crecer siendo fotografiados. La fotografía se inmiscuye en nuestra vida. La sociedad es un contrato que alguien hizo hace mucho tiempo y que siempre necesita clasificar, ordenar, ver. No hay foto carnet de Jesús de Nazaret, pero se las arreglaron para crear el Santo Sudario, donde, se piensa –los fieles creen– está retratado el cuerpo de Cristo a través de los fluidos energéticos de su cuerpo. Hay fotos inolvidables: Los Beatles cruzan la calle, en fila, una mañana atípica de sol en Londres. Agustín Tosco marcha a la cabeza de una manifestación en Córdoba con su overol de trabajo. Y hasta algunas fotos que no están sacadas con una cámara sino a través de la sensibilidad de un poeta, como el poema titulado La gran cifra, de William Carlos Williams: “Entre la lluvia/ y las luces / vi un 5 / de oro / en un coche / de bomberos rojo / que avanzaba / crispado / por la sombría ciudad / sorda e indiferente / a las campanadas / los alaridos de sirena / y el rechinar de ruedas”. Y este otro del mismo autor: “Tanto depende/ de / una carretilla / roja / esmaltada con agua / de lluvia / junto a las gallinas blancas”. Eso me gusta, nada de gatillo fácil, que se pueda reflejar una emoción sin necesidad de explicitarla. Y está esa otra foto famosa de la Guerra de Vietnam. Es una desbandada de niños mientras en el fondo bombardean con napalm sus casas. En primer plano se ve una niña corriendo, desnuda, junto a otros chicos desesperados. La foto es testimonial y, siguiendo reglas de composición de taller, está perfectamente construida. A pesar del caos y el desquicio de la guerra, uno puede encontrar en ella la armonía secreta que también tienen los cuadros de goteo de Jackson Pollock. Pero ¿se puede mirar esta foto de esta manera? El arte, convertido en ironía ¿no ha perdido intensidad? Hay gente que podría enmarcar esta foto y colgarla tranquilamente en el living de su casa. También conozco gente que se despierta y escucha a los Sex Pistols. La foto en cuestión parece querer parafrasear al poeta T.S. Eliot cuando escribió: “Así es como termina el mundo, no con una explosión, sino con un sollozo”.