¿Dónde estaba el padre que preguntaba por ella cundo volvía a casa? ¿Dónde la madre que le diera consejos? ¿Dónde la abuela que le contaba cuentos antes de dormirse? ¿Dónde los hermanos chiquitos a los que había que cuidar? ¿Dónde las amigas con las que jugar y hacerse confidencias? ¿Dónde la maestra que la preguntara por qué se distraía en clase? ¿Por qué en vez de la cama blanda y calentita tuvo los adoquines duros y fríos de la calle? ¿Por qué en las alcantarillas y no en una habitación tibia al abrigo del frío y de la oscuridad? ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta? ¿Cómo algún que otro alguien pasó de largo y pensó total es problema de ella? Por cierto, es comprensible: que se ocupe otro, yo no voy a andar metiéndome en eso, no me corresponde, para eso tiene familia, casa y buena educación, qué tanto, es culpa de ella, no tiene perdón, si le pasa eso es porque ella lo provocó, porque viene de un hogar bien organizado, fue a la escuela, sabía lo que hacía, no me diga que no.
Argumentos tranquilizadores nunca faltan. Están bien estudiados, todas los conocemos y se los hemos transmitidos nuestras hijas y echamos mano de ellos cuando hace falta. Es decir cuando la conciencia nos molesta. Cuando de pronto, subrepticiamente, esa tal conciencia, implacable, nos dice que todas y todos somos culpables porque a fin de cuentas hay algo que nos mantiene unidas y que nos dice que el vínculo invisible pero más fuerte que el destino nos está gritando que deberíamos haber sabido y en consecuencia que deberíamos haber hecho algo. No lo hicimos y no vale decir que no supimos.