La semana que pasó se cumplieron cincuenta años de la muerte de José María Gatica. Justo había estado viendo una retrospectiva casera de las películas de Leonardo Favio: Juan Moreira, Soñar soñar, El dependiente, Nazareno Cruz y el lobo, Crónica de un niño solo y Gatica, el Mono. Favio es un director de cine singular que ha tenido en su momento éxitos de taquilla –Juan Moreira–, enorme prestigio entre los cinéfilos, pero que no sé si ha logrado metabolizar su influencia en lo que se llamó en los 90 “el nuevo cine argentino”.
Hay algo de Favio en las películas de Lucrecia Martel (sobre todo en Rey muerto, su corto inaugural), y sin duda la grandeza fílmica y mítica del director del pañuelo en la cabeza está también en Los salvajes, de Alejandro Fadel. Pero no mucho más. Parafraseando sus canciones románticas, se podría decir que “ellos, ellos ya me olvidaron”. ¿De qué habla Favio en sus filmes que ya no interpela? ¿Por qué una obra central en un momento se oculta en otros? ¿Cuánto tardamos en dar cuenta del fenómeno estético y ético con el que nos confronta una película? Y una cosa más: ¿la verdad no estará también en el medio de lo que no nos gusta?
Nazareno Cruz y el lobo, por ejemplo, es una película demencial. Todos los actores se la pasan gritando y sobreactuando sus emociones, hay actuaciones malísimas de Juan José Camero y Alfredo Alcón. Se abusa de un tema musical pegadizo para sujetar al espectador, cuya atención navega al tuntún entre un relato místico ripioso y personajes extravagantes. Hay algo en esta película de ese realismo bíblico que hubo en la final del Clausura 99 entre Huracán y Vélez: fervor popular, gente gritando hasta la afonía, lluvia, granizo y un final tristísimo.
Sin embargo, al igual que lo que pasa con el peronismo, no se entiende nada pero emociona hasta las lágrimas.