Sospechamos el peligro de una implosión del sistema occidental. Una catástrofe previsible, semejante a la que convulsionó al ex universo comunista. La corrosión no es solo económica sino fundamentalmente cultural y social. El complejo tecnomercantilista desencadenó esta etapa terminal de mercantilismo nihilista. El proceso anunciado por Nietzsche y Heidegger se cumple en los finales del siglo XX y los comienzos del actual. A tal punto que sentimos preocupación y pena por nuestros jóvenes, que deberán entrar en un mundo en el que obtener un conchabo es una bendición, y en el cual todo espíritu de aventura o de dimensión poético-religiosa de la vida es un desatino antieconómico.
Hombres muy capacitados pero cultural y metafísicamente limitados, como los ministros de Economía que prevalecieron en los últimos lustros, apostaron la Argentina a una globalización rosada, a un seudo nuevo orden donde los valores nacionales, el Estado, la dignidad diplomática y las tradiciones y la calidad de vida nuestra parecían antiguallas a echar por la borda. La historia reciente evidencia el desencuentro insalvable entre una cultura primaria que quiere dominar y ejemplificar en el mundo y un poder militar superior que busca enemigos débiles. (Según el ensayista Paul Kennedy, EE.UU. padece el mismo síndrome que llevó a la España grande de los Austrias a la rapidísima decadencia del siglo XVII.)
A este punto, no interesa si se trata de implosión o no del sistema occidental. Lo que podemos afirmar es que nos lleva a inseguridad, injusticias y eventuales catástrofes financieras. Hoy el mundo, unánimemente, cambiaría las maravillas tecnológicas y las misiones espaciales por la seguridad individual, el pleno empleo y el equilibrio de la “sociedad de bienestar”, demolida y desprestigiada por el mercantilismo totalitario, y sustituida por la actual “sociedad de frenético malestar”. Esta es la profunda contradicción de nuestro tiempo. Los éxitos tecnológicos no incrementan la calidad de vida cuando no existe la adecuada conducción política y cultural. El individuo, los jóvenes, los viejos, las mujeres se vuelven a sentir manipulados, prescindibles y eventualmente servilizados como en los tiempos de las hilanderías de Manchester. Como suele decir el papa Francisco, son la multitud de “descartables” que produce la sociedad cosificada. El Brexit tragicómico, los chalecos amarillos en Francia, los catalanes soliviantados y el neonazismo como posible segundo partido en Baviera…
La tecnología y la civilización consumista hasta ahora tienen todos los prestigios, pero se van acercando a su crisis. El límite es ecológico y lo estamos viviendo ya con intensidad.
Hasta el tiempo de nuestros abuelos o bisabuelos el mundo era del caballo, de la madera, del cuero, del bronce. Cuanto más del vapor y tejedurías. En un solo siglo demolimos lo que se repetía desde milenios: los mares, los glaciales, muchas especies animales, el aire. La tecnología va siendo el arma de nuestra perversidad ante la creación, y es posible que sea la de nuestro suicidio. Esta realidad mortificó desde 1945 a Heidegger, a los teólogos y a toda la filosofía europea.
El dominio del poder nuclear y sus bombas nos hicieron malvivir “el equilibrio del terror”, la Guerra Fría y la amenaza permanente de un nuevo Chernobyl o Fukujima. El auto, que fue el caballo de los neocaballeros, hoy hace imposible la vida urbana. La revolución digital crea una subculturización o estupidización infantil-juvenil. Además es espionaje irresistible: es el triunfo final y decisivo de Big Brother.
Un dios humorista hace que un juego tecnológico arrogante sea nuestra condena, y la tomemos como beneficio exclusivamente.
Deberíamos comprender que las crisis se pueden transformar en renacimientos. Que con ideas claras y firmes podríamos hacer los reajustes que nos serían finalmente beneficiosos. Una crisis o catástrofe del mundo financiero no significaría una destrucción de nuestra riqueza y de sus dones primordiales: capacidad humana, increíble poder alimentario, ventajas geográficas, capacidad productiva, etcétera.
Seguiríamos siendo los “ricos de la catástrofe”, siempre que sepamos pasar de la metafísica financiera y de nuestros modestos horrores bursátiles a una enérgica economía política, en la que el poder político sea el protagonista principal de la organización de la comunidad y de la distribución. Sin poder político firme, solidario y experimentado no podremos enfrentar lo que viene.
Los limitados políticos, que hace años creen que gobernar pasa exclusivamente por el ministerio de Economía, se encuentran sin “modelo”. Por suerte la Argentina grande y fuerte sigue estando a sus espaldas. Y quiere ser, pese a la mediocridad de ellos.
Argentina y Brasil tendrían que ir consolidando definitivamente alternativas, creando una zona de seguridad ante el impacto exterior y formas económicas regionales cautelosas ante el economicismo en imprevisible descalabro.
No es fácil volver del economicismo a la economía, como no es fácil salir del consumismo, de la droga, de la subcultura y volver a un universo de necesidades y consumo justos. De producción regional equilibrada, de calidad de vida basada no exclusivamente en la cosa, sino en valores, placeres y trascendencias de carácter cultural.
Hemos querido manejar la comunidad y la política desde la economía. Hemos creado un ente monstruoso y hasta hemos creído que el mercado creaba cultura, calidad de vida o bienestar.
Hoy es tiempo de la política. Debemos reorganizar el desmantelado Estado, debemos desarrollar con Brasil una urgente estrategia continental defensiva de nuestras empresas, de nuestro mercado y de nuestros pueblos y trabajadores. Es tiempo de crear con los empresarios de nuestra América una red de producción, comercio e intereses compartidos y armonizados. Pero claro que esto nos resultará difícil mientras sigamos adheridos al miedo que se manifiesta en autodescalificación y dependencia.
Existe la política cotidiana, municipal, de administración. Pero también existe la Gran Política que nos convoca, en las graves crisis como la actual, a decisiones mayores. Como ya se expuso antes, Argentina vivió decisivas resoluciones, como la de la Independencia, la de la Generación del 80, Sarmiento con el privilegio de la cultura, Yrigoyen consolidando la democracia para los nuevos ciudadanos y Perón promoviendo una profunda democratización social. Estas etapas nos proporcionaron ser hoy el país más desarrollado del continente. Pero estamos ante otra encrucijada histórica (aunque por ahora se tranquilicen los mercados y el querido Brasil no estalle). Los desastres económicos mundiales no son más que reflejo del nihilismo subculturizador.
Esta es nuestra riqueza: la posibilidad abierta a otra calidad de vida. Debemos reforzar al Estado, como ya se dijo, como el mecanismo natural para la enérgica armonización de la vida comunitaria en esta hora de peligros. Sin un Estado fuerte y unipluralizado por la convergencia de todos los partidos, nada se podrá hacer.
*Embajador y escritor.