Este año no fui al Festival de Mar del Plata pero pude ver algunas películas que me interesaban. Últimamente, me ocurre algo raro: las películas que me interesan son de directores que conocí personalmente y ese conocimiento me acerca a ellas como si el cine solo adquiriera interés en ese caso. Lo mismo valdría para el arte en general, lo que legitimaría el hecho de que muchas películas, pero también muchos libros, conciertos y exposiciones solo son apreciados por los amigos y los familiares de los autores. De hecho, muchas veces son los únicos interesados. En medios muy pequeños como, por ejemplo, el cine independiente o la literatura ajena al mainstream, todo el mundo se termina conociendo, así que la idea puede no ser tan disparatada como parece.
Cuando veo la película de un conocido, me lo imagino detrás de las imágenes. Desde luego, hay directores que uno conoce a través de su obra, pero en algunos casos es como si la relación fuera personal. Eso tiene que ver con algo que me ocurre cuando leo: si se trata de un escritor desconocido, necesito que la fotografía aparezca en la solapa y, cuando atravieso un pasaje que me llama la atención, la miro tratando de descubrir qué me dice la cara del responsable de esa página atractiva o repudiable.
Volviendo a Mar del Plata, quería hablar de dos películas dirigidas por cineastas a los que alguna vez traté personalmente y a los que vengo siguiendo desde el principio de sus carreras. Según creo, fui el primero en reseñar en 2006 Honor de caballería, el primer largometraje del catalán Albert Serra, que me llegó en un DVD poco antes de que el film se presentara en Cannes. Era una película de presupuesto bajísimo que ponía en escena a Don Quijote y Sancho en algún lugar de la España contemporánea. El film me entusiasmó por su audacia y su originalidad. Después conocí a Serra, todo un personaje con sus maneras de caballero antiguo un tanto perverso. Tan antiguo que, aunque no lo veo desde hace tiempo, nos manda todos los años una postal por el correo tradicional. En estos años, mientras escandalizaba a la prensa con sus declaraciones dignas de Muhammad Ali, Serra fue haciendo un cine cada vez más opulento hasta llegar a Pacifiction, un thriller que sucede en la Polinesia francesa en un clima de amable decadencia, de imágenes fascinantes y pensamientos políticos enrarecidos. Pero este Serra estuvo siempre en el otro y me alegró verlo avanzar hacia sus obsesiones con tanta felicidad.
Conocí a Hong Sang-soo en el festival de Pusán 2002. Iba por su tercer largo, La virgen desnuda por sus pretendientes, un título basado en Duchamp. A diferencia de Serra, Hong siempre lo supo todo sobre el cine. Pero en Walk-up se nota su deliberado interés por olvidarse definitivamente de todo adorno. Hoy Hong hace el guion, la foto, el montaje y la música de películas muy simples, en las que los personajes siguen bebiendo como antes, pero la madurez los aleja del deseo de tener éxito, los acerca a una vida recluida y a una práctica artística despojada. El protagonista de Walk-up les pregunta a los demás por qué les parecen buenas sus películas, igual que Hong me lo preguntó cuando lo conocí. Como Serra, pero yendo en sentido contrario, Hong hace películas que intentan contestar siempre la misma pregunta. Y cada vez le salen mejor.