Con el resultado de la elección presidencial del 1º de julio en México prácticamente seguro, los analistas de los mercados financieros se preguntan ahora qué tan negativo será el efecto en la economía de Andrés Manuel López Obrador (popularmente conocido como AMLO). La respuesta honesta es que, en realidad, nadie lo sabe con certeza.
La verdad es que hay pocas cosas que les gusten más a los mercados que concluir que un populista no es tan malo después de todo. Al igual que lo que hicieron con el presidente Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Ollanta Humala en Perú, entre otros, los entendidos se están apresurando a encontrar razones para el optimismo.
Un motivo de esperanza es que AMLO ha moderado su incendiaria retórica y ya no amenaza con eliminar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Otro es que los populistas latinoamericanos también pueden ser estrictos en materia fiscal, como lo ha demostrado Evo Morales en Bolivia. El desempeño de AMLO como alcalde de Ciudad de México fue fiscalmente sólido, y Carlos Urzúa, su probable ministro de Hacienda, jugó un papel en ello. Más aún, el Banco Central de México es competente y tiene una larga tradición de independencia. El jefe de campaña de AMLO ha invertido mucho tiempo intentando crear confianza entre los inversionistas, y es posible que los mercados ya hayan incorporado el costo de lo que AMLO pueda hacer. Y así la lista continúa.
Probablemente todo esto sea verdad, pero también es de importancia secundaria. Los gurús de los mercados financieros no están planteando la pregunta correcta. La cuestión clave no es el daño que AMLO pueda hacerle a la economía, sino a la democracia mexicana. Y en este ámbito las noticias no son buenas.
Es cierto que el populismo es un enfoque de política económica que se niega a reconocer la existencia de limitaciones presupuestarias. En consecuencia, cuando los populistas están en el poder, tienden a recaudar montos insuficientes, a gastar y a endeudarse demasiado, y a permitir que aumente la inflación.
Pero, además –y por sobre todo–, el populismo es un estilo de política que debilita los mecanismos de consulta y contrapeso, pisotea las instituciones y reemplaza la deliberación pluralista por el liderazgo supuestamente infalible de un solo dirigente carismático. Debido a estas razones, como lo subrayan académicos que van desde Jan-Werner Muller, de la Universidad de Princeton, hasta Yascha Mounk, de la Universidad de Harvard, el populismo político es una amenaza creciente para la democracia liberal.
Es posible que Estados Unidos y Europa recién descubran (o redescubran) esto, pero los latinoamericanos saben bien, a partir de su historia, que el populismo entraña una peligrosa veta autoritaria. Desde Getúlio Vargas en Brasil y Juan Domingo Perón en Argentina hace décadas, hasta Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela hoy día, los populistas han abusado de las normas democráticas y, en algunos casos, se han convertido en dictadores. AMLO se ha ceñido a las reglas del juego democrático durante la mayor parte de su larga carrera política. Sin embargo, no es necesario creer que es chavista o castrista –no lo es– para llegar a la conclusión de que su presidencia podría debilitar aún más las ya vulnerables instituciones de la democracia mexicana.
El comportamiento de AMLO luego de que perdiera la elección presidencial de 2006 por solo el 0,5% de los votos sugiere lo que podría estar por venir. Sin presentar la más mínima prueba, afirmó que le habían robado la elección y, en un intento inútil por evitar que el ganador asumiera el poder, se instaló a acampar en la plaza principal de Ciudad de México. De hecho, el país había progresado mucho en cuanto a reformas democráticas, fortaleciendo el Instituto Federal Electoral (IFE), que es independiente, para que supervisara un proceso electoral que, según el escritor y periodista Héctor Aguilar Camín, fue el “más competido y mejor contado de la historia de México”. Pero esto no impidió que AMLO se refiriera a los consejeros del IFE como “delincuentes”, a las elecciones como un “cochinero” y al ganador, Felipe Calderón, como un “presidente ilegítimo”.
No debería sorprender a nadie que AMLO haya convertido la lucha contra la corrupción en el elemento central de su campaña. Al hacerlo se ha conectado con un electorado que no solo está cansado de los embustes de los políticos, sino también asustado frente a lo que a veces parece ser el colapso del Estado de derecho bajo la presión de la creciente (aunque geográficamente circunscripta) violencia relacionada con las drogas.
Nadie espera que AMLO presente un plan de diez puntos para luchar contra la corrupción y la ilegalidad. Uno de los problemas reside en que algunos de sus aliados dentro de la heterogénea coalición que intenta llevar a AMLO a la presidencia –varios de ellos ex integrantes del PRI– no son exactamente dechados de transparencia. Todavía más fundamental, AMLO aborda la corrupción con un populismo de manual: los problemas sociales que parecen complejos tienen soluciones simples, y no han sido resueltos tan solo porque las elites tradicionales no quieren que así sea. De elegirse un líder fuerte con suficiente fuerza de voluntad, dichos problemas convenientemente desaparecerán.
Dicho líder, por supuesto, solo puede ser AMLO. Como lo expresa el politólogo Jesús Silva-Herzog, “el remedio que ofrece AMLO para combatir la corrupción es AMLO”. Esto nos recuerda el alarde de Trump en la convención del partido republicano: “Solo yo puedo arreglarlo [el sistema]”. El paralelo sería gracioso si no fuera tan alarmante.
El populismo es una forma de política de identidad. Se nutre de la división. Siempre se trata de nosotros contra ellos. El discurso divisivo que culpa a los otros –banqueros y empresarios, extranjeros e inmigrantes, musulmanes o judíos, beatos o ateos– de todos los males de la sociedad es el elemento común que liga a los populistas de derecha, como Trump o Viktor Orbán, de Hungría, con los de izquierda, como Hugo Chávez o Rafael Correa, de Ecuador.
AMLO es un fiel miembro de esa hermandad. Sus insultos políticos son legendarios. Es probable que haya perdido la elección de 2006 por haber llamado “chachalaca” (un pájaro pequeño y ruidoso) al presidente Vicente Fox. Hace poco se refirió al empresariado mexicano como una “minoría rapaz” que se opone a él porque no desea “dejar de robar”. Para AMLO, la política es la continuación de una guerra a través de otros medios.
México ya está profundamente polarizado. No necesita un presidente que predique una política de la división, aun cuando él resulte ser fiscalmente prudente. Sin embargo, es lo que el país tendrá después de que vote por AMLO.
*Ex candidato presidencial y ministro de Finanzas chileno. Copyright Project-Syndicate.