COLUMNISTAS
Reportaje a Eduardo Costantini

“Amo la vida, no quiero morir y los riesgos no me gustan”

El creador del Malba, y flamante Premio Perfil a la Inteligencia en Gestión Cultural, presenta una nueva colección de Berni y recuerda las protestas que generó la apertura del museo. Su pasión por los deportes en el mar y los recuerdos de su infancia. La ciudad que construyó en Nordelta y las inversiones inmobiliarias.

Primeros cuadros. “No pude comprar un Berni porque no me alcanzó la plata. Compré un Presas y un Bacolef, y además los pagué en cuotas. Compré muchas obras que, en realidad, eran malas pero yo no sabí
| Pablo Cuarterolo

Cuando, días pasados, presenciábamos la entrega del Premio Perfil a la Inteligencia en Gestión Cultural a un hacedor infatigable como es Eduardo Costantini, también imaginamos que su vida bien podría ser motivo de una película. Una vida jalonada de emprendimientos y sucesos. Por ejemplo, entre otras cosas, haber creado el Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires).

—¿Nunca pensó que su vida podría asemejarse a una película?
Algo incómodo, Costantini carraspea y explica:
—Ehhh… no me gusta mucho. Usted habrá visto cuando se quiere hacer una biografía y ese tipo de cosas como exaltando el “yo” me parece que uno tiene que dejar, si alguien, otro, quiere hacerlo, pero no me gusta exaltarme a mí mismo.

—Bueno, no es una exaltación. Es una historia que ha ocurrido realmente. Mire, cuando veía la exposición de Berni, sobre Juanito Laguna, que se va a inaugurar ahora. En fin, lo que significa traer esto. Es un hecho cultural fascinante. Una especie de razón de vivir.
—Bueno, para mí el arte es parte de mi vida. Siempre lo digo. Yo empecé espontáneamente y luego me identifiqué como coleccionista. Después, a través de los años, le encontré el aspecto social que, por otra parte, existe en todas las actividades. El hombre siempre tiene una dimensión social que nos enriquece y que es inherente a nosotros. Entonces, en el arte encontré también esa dimensión social que, en definitiva, es compartir un acervo artístico, a través del coleccionismo, con el público. Y de ahí nació. Bueno, esto se puede hacer donando una colección. Esta fue la primera idea. Luego, descubrí la posibilidad de un museo. Y un museo es algo que tiene una riqueza espectacular en sí mismo. Algo que dispara para todos lados. Multidireccional. Y lo más satisfactorio es compartir todo esto con el público. O sea que se torna  un proyecto esencialmente público. Y, entre otras cosas, está ese programa de exhibición temporaria, la articulación con otras instituciones, todos los chicos que vienen aquí, el público que nunca falta. Hay programas de cine, de literatura, de educación. Esto es algo que uno va aprendiendo y, en definitiva, si bien todo esto es una donación yo creo –Costantini se sonríe ampliamente–, que la donación me la han hecho a mí.

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—Sí, es una retribución, pero usted tiene la generosidad de compartirla. Desde que empezamos a charlar me parece que está pensando cuánto puede darles a los demás, ¿no?
—Lo que pasa es que yo aprendí. Hay una obra de Francis Alÿs, de fama mundial, un artista belga pero considerado latinoamericano que, en una ciudad de Perú, contrata a algo así como 200 campesinos y hace una obra conceptual. Con esos 200 campesinos recorre alrededor de 400 kilómetros hasta llegar al pie de unos cerros montañosos y, como obra conceptual, tratan de mover una montaña.

—¿Cómo? ¿Mover una montaña? –nos asombramos.
Costantini asiente:
—¡Porque la fe mueve montañas! –explica sonriente–. Esos hombres excavan y, lógicamente, sólo sacan un poquito de polvo. Todo eso está documentado. Alÿs habla de “la ley del mayor esfuerzo con el menor resultado”. Entonces ¿qué pasa? Hay una lógica: de alguna manera, el arte tiene una lógica que va por otro lado. No es la lógica economicista: el ser humano tiene otra dimensión diferente. Lo que ocurre es que como estamos entregados a la economía, porque, obviamente, hay reglas económicas que uno tiene que respetar porque, si no, no se sustenta, pero también hay otro aspecto de la vida. También pertenecemos a esa dimensión. Hay una dimensión social. Yo estoy donando una colección y solventando financieramente un museo. Dar, a mí personalmente, en mi yo afectivo, me permite disfrutar, obtener, a cambio, mucho más de lo que estoy dando ya no en lo económico.

—¿Usted habla de una retribución emocional, afectiva?
—En efecto. Y esto es cualitativo. O sea ¿cómo la compara con la cantidad de pesos que puede significar? No es comparable. Yo creo, por lo menos en mi caso personal, que obtengo mucho más de lo que recibo independientemente de la cantidad enorme que cuesta un museo. Mire, el hombre es esencialmente emocional y los actos principales, aun los más racionales, están hechos a partir de la emoción.

—Mientras lo escuchaba y notaba esa comprensión suya ante lo que está recibiendo emocionalmente de la gente que, por ejemplo, en este momento está en el hall del museo preparándose para ver la muestra de Berni, que es todo un acontecimiento, por otro lado también usted ha arriesgado mucho su vida. De acuerdo a lo que se ha publicado tuvo, incluso, un grave accidente volando sobre el Río de la Plata, ¿no?
—Sí, pero son cosas distintas. Es cierto que con el kitesurf casi paso al otro mundo con un claro peligro de muerte.  Para peor, luego me saqué dos veces el hombro. Pero, bueno, ésa es otra situación: ¿por qué, a veces, uno se pone en riesgo? ¿Por qué se expone? ¿Porque me creo súper poderoso? ¿Por un exceso de confianza pensando que no voy a tener ningún accidente? No quiero jugar entre la vida y la muerte. Yo no quiero morir, amo la vida y los riesgosn no me gustan para nada a pesar que, también, amo el mar. En realidad, practico el windsurf en el mar. Empecé con el kitesurf.

—¿Cómo es eso?
—Es un barrilete. ¡Algo surrealista! Hacer surf con un barrilete. Como el ala de un parapente que tiene distintos tamaños de acuerdo con la intensidad del viento. Hay que medir el viento para luego ajustar el tamaño de nuestro barrilete y manejarlo con una barra de 30 centímetros. El barrilete está sujeto por cuatro hilos a un arnés… en fin, la tabla chiquita tiene 1,80 de largo y con eso nos introducimos en el mar y permite navegar como si fuera un barco, pero sin ningún ruido de motores, sólo el ruido de la naturaleza, el ruido del mar, y yo amo el mar. Es un placer único. Cuando ocurrió el accidente (recuerda) estaba en el lago de Nordelta y la naturaleza me jugó una mala pasada porque el viento se elevó súbitamente y no pude eyectarme del barrilete. En fin, lo importante es poder hacerlo en mar abierto donde no haya rocas, palmeras, etc., y –rememora– ¡tratar de tener más cuidado!

—Bueno, todo eso podría ser parte de la película en la que pensaba cuando usted, el otro día, recibió el premio Perfil, entre otras cosas, por su gestión cultural. En esa película también podría incluirse el privilegio de traer una muestra como la de Juanito Laguna. ¿Cómo lo hizo posible?
—Bueno, éste es un coproyecto que se realizó con el Museo de Fine Arts de Houston. Es un proyecto que comenzaron Mari Carmen Ramírez y el anterior director del Malba, Marcelo Pacheco. Sin duda, Berni es el artista más importante de la Argentina. Es parte del modernismo. Comienza en 1930 y es un artista que tiene la particularidad, que no es fácil encontrar en los artistas, de mostrar una gran calidad de obra. En aquellos años 30 sabía perfectamente todo lo que ocurría en el mundo en términos de vanguardia artística: el surrealismo, por supuesto el cubismo y el realismo social. Fíjese que Berni hace obras de realismo social en el 30 como así también en la década del 60. Es decir que mantener esa calidad y esa creatividad no es algo común. Berni crea a Juanito, un chico de villa miseria,  y Ramona, una prostituta de un barrio pobre, utilizando las técnicas más avanzadas. Fíjese que utilizó el grabado y fue premiado en la Bienal de Venecia. También el collage en el que recrea el mundo de la pobreza. Berni era muy sensible a ese mundo e incluso todos los elementos que emplea en el conjunto son los que él mismo toma del hábitat de sus personajes.

—Sí, llaman la atención los trozos de lata, los tornillos, los clavos que ha introducido en sus esculturas.
—Entonces, como le decía, Marcelo Pacheco y Mari Carmen Ramírez, estos dos curadores que son ampliamente conocidos en Latinoamérica, tuvieron la idea de hacer la exposición de Berni pero en este contexto. Si bien ha habido otras exposiciones de Berni en el país, ésta tiene un despliegue completo de la trama de Juanito y Ramona. Incluso hemos ubicado obras que nunca han sido exhibidas en Argentina.

—También colecciones particulares, ¿no? Por ejemplo, hay algo de la colección Di Tella.
—Sí, el autorretrato, que es espectacular. Yo lo había visto en la casa de los Di Tella. También la Cancillería ha prestado una obra. Hay obras que vienen de Bélgica. Otras que pertenecen a coleccionistas de Houston y, por supuesto, de otros coleccionistas argentinos.

—Indudablemente el Malba es un museo fabuloso. Sin embargo, años atrás, me acuerdo que algunos vecinos protestaban porque se había construido. Seguramente no tenían noción de la importancia que representaba para la ciudad de Buenos Aires.
—Sí, yo también recuerdo esas protestas –sonríe Costantini con ironía–. Incluso, en un momento dado, un juez paró la obra porque el edificio estaba fuera del Código. Nosotros, en cambio, fuimos informados que, por ser un museo, podía ser construido. Pero también hubo un grupo de amantes del arte que realizaron el acto de “abrazar el Malba”, se realizaron audiencias públicas en contra y a favor. Había vecinos que tenían miedo frente a lo novedoso esgrimiendo argumentos que, luego en la práctica, no se cumplieron de ninguna manera. Una vez terminado el museo creo que, inmediatamente, aprendieron a amarlo. Hoy, nadie entre los vecinos, se queja por la dimensión o el volumen del Malba que, además, no es para nada agresivo. Al contrario: está por debajo del promedio de todos los edificios vecinos.

—Además es emocionante ver cómo, cada vez que se inaugura una exposición, hay colas interminables para entrar al museo. Nunca, en Buenos Aires, se habían vestido los árboles con telas pintadas. Son cosas que colman el corazón de alegría. ¿Cómo oponerse a esto? Siguen los episodios para la película.
—A veces pasan esas cosas. Cuando el juez suspendió la construcción me di cuenta de cuánto amaba yo ese proyecto. Sentí una gran angustia. La obra estuvo interrumpida durante dos meses, pero epilogó en un final feliz.

—Como en los cuentos, ¿no es cierto? Cuando usted era chico, por ejemplo, ¿soñaba con estas cosas?
—No, no, no… Para nada. Cuando yo empecé a coleccionar… cuando compré mi primera obra, mire lo que son las vueltas de la vida: fíjese que entré espontáneamente a una galería de arte porque vi allí un retrato de Berni. En mi casa no había ni artistas ni coleccionistas. Fue algo absolutamente espontáneo, emocional. Por el hecho de comprar un cuadro uno no se identifica con un coleccionista, sino que a través del tiempo se cumple todo este proceso: de la nada hasta esto.

—Entonces, usted se compró aquel primer cuadro.
—No pude comprar un Berni porque ¡no me alcanzó la plata! Compré dos obras: un Presas y un Bacilef, y además los pagué en cuotas. Luego fui comprando una obra y otra obra. Compré muchas que, en realidad, eran malas pero yo no sabía de arte. En 1980 me encuentro con Ricardo Estévez a quien conozco por otro asunto y él es quien me enseña arte y me hace comprar las obras más importantes que tiene Malba hoy día. A partir de allí comencé a aprender. Nunca fui a una universidad. No tengo una formación formal, sino experiencia de ver obras, de visitar museos y talleres, de leer arte. Bueno, por supuesto que algo he aprendido –sonríe–. Pero también tengo otras actividades así es que no paso todo mi tiempo leyendo arte. Más que ser un profundo entendido, lo disfruto. En ciertos períodos me manejo bien con determinados artistas.

—Me parece que está pecando de modestia porque es un  hacedor. Ahora está construyendo un gran puente en el Uruguay, ¿no es cierto? ¿En la Laguna Garzón? Usted dijo recién que le fascinaban el mar y la arena y un puente hacia todo eso parecería casi como abrir un museo.
—Bueno, en realidad, me interesa mucho el sector inmobiliario. En este caso específico conozco muy bien el Uruguay, la costa uruguaya, y observo cómo crece hacia el Este. El departamento de Rocha es bellísimo y tiene una cantidad de playa impresionante. Más que Maldonado. Yo tenía ahí una fracción de unas 50 hectáreas sobre el mar. Un terreno quebrado con accidentes geográficos muy marcados que lo hacen  único. Y ese tramo que va de la Laguna Garzón hasta la Laguna de Rocha tiene alrededor de 40 kilómetros de playas vírgenes y la ruta está alejada del mar. Había allí una fracción de 240 hectáreas con casi 2 kilómetros de costa y entonces nos acercamos al intendente de Rocha y pedimos información acerca de la posibilidad de hacer un puente. El intendente Artigas Barrios, un hombre sumamente honesto y respetable, nos dijo que, precisamente, el partido de Rocha había tomado la decisión política, luego de 35 años, de tener un puente para permitir un desarrollo ordenado de Rocha que es el departamento más rezagado de Uruguay. Se habían puesto de acuerdo las intendencias de Rocha, de Maldonado y el gobierno uruguayo. Les dije entonces que yo estaba dispuesto a financiar el puente, en aquel momento eran 2 millones y medio de dólares, y le iba a presentar un Master Plan de desarrollo de un barrio cerrado de 240 hectáreas. Esto ocurrió en 2008 y firmamos. Era la primera vez que una empresa firmaba con tres gobiernos, pero el diablo metió la cola porque algunos vecinos se opusieron y la Dirección Nacional de Medio Ambiente organizó audiencias públicas y, en definitiva, a través de un proyecto del arquitecto uruguayo, Rafael Viñoly que presentó un proyecto circular, la Dirección de Medio Ambiente aprobó el trámite. El otro día con el presidente Mujica y los dos intendentes inauguramos las obras.

—Entonces, la película, por lo menos hoy atraviesa un episodio feliz: usted tiene su museo, su puente y logró vencer el viento y no caer al mar desde su barrilete.
—También tengo Nordelta, que es una ciudad y que constituye también un proyecto con puentes, cientos de kilómetros de calles, lagos, pero sobre todo una comunidad de casi 40 mil personas, la Fundación Nordelta tiene colegios, un centro médico, un centro comercial y un proyecto a treinta años que no veré terminado, pero que es muy, muy lindo. Es como un rompecabezas, un Meccano, que se va conformando a través del tiempo porque tiene partes cualitativas. No siempre es “más de lo mismo” sino que tiene un Master Plan original que la gente va comprendiendo y apoyando ese proyecto a través de la compra de sus casas que va financiando ese progreso que está conformando una Ciudad-Pueblo.

—¿Usted es un hombre feliz?
—La felicidad es un estado. Soy un hombre conforme.