COLUMNISTAS
Sobre Ida, de Oliverio Coelho

Amores de ciudad

La ensayista continúa, en exclusiva, con su lectura crítica de la literatura argentina contemporánea. Esta vez, analiza la nueva novela de Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977). “Una literatura es la trama de singularidades que, en algún punto, se tocan”, escribe Sarlo, para luego establecer las relaciones entre la obra novelística de Coelho y la de otro escritor local: Sergio Chejfec. “No sé si esto interesa a los escritores –agrega–, pero estoy segura de que sí a los lectores, porque estas coincidencias abren un espacio donde poner los libros, el estante de una biblioteca imaginaria.”

|

Hay marcas de unos libros en otros, resonancias que los escritores no provocan ni ocultan deliberadamente, sino ecos que los lectores escuchan, más allá de la voluntad de los autores. Una literatura es eso: trama de singularidades que en algún punto se tocan, no por el circuito de la influencia o de la imitación, ni siquiera por el de la competencia, sino por la reverberación de lo que es contemporáneo. Libros dispersos que, sin embargo, se ofrecen para que la memoria trabaje con ellos trazando una línea allí donde probablemente el escritor no la hubiera trazado. Son coincidencias y afinidades, a veces temáticas, a veces de escritura. No sé si esto interesa a los escritores, pero estoy segura de que interesa a los lectores porque, cuando se descubren (o se creen descubrir) las coincidencias, se tiene la sensación de que se ha abierto un espacio donde poner los libros, el estante de una biblioteca imaginaria donde algún lector se figura algún orden. No tiene mucho interés leer una literatura cualquiera (la argentina en mi caso) como si fuera un depósito de novedades que cada escritor recorre llevando la antorcha de una singularidad radical. Hay escritores singulares, por supuesto, pero precisamente su originalidad es evidente cuando se los lee junto a sus primos y a sus hermanos, que no se le parecen pero que paradójicamente, como si fuera un espejismo, también algo se parecen.
Me sucedió al leer la última novela de Oliverio Coelho, Ida. Sin que yo lo buscara, me llegó el recuerdo de El aire, de Sergio Chejfec, publicada en 1992, cuando Coelho tenía quince años y Chejfec treinta y seis: el tiempo, más o menos, que en las viejas historias literarias separa a una generación de otra. Ida es la historia de Eneas Morosi abandonado por Lucía, que se lo hace saber por carta, sin darle la oportunidad de una conversación final. Eneas Morosi abandona su propia casa (como el Eneas troyano que deja su ciudad destruida) y comienza un recorrido azaroso por Buenos Aires. El aire es la historia de un hombre, Barroso, abandonado por su mujer, quien desliza una carta debajo de la puerta y desaparece; a partir de ese momento, Barroso la evoca en un recorrido por la ciudad.
Las aventuras urbanas de Eneas Morosi son las de este tiempo; las de Barroso transcurren en una ciudad leve e hipotéticamente futura, que expone todas las consecuencias de una crisis. Ambas novelas decantan una relación entre desventura sentimental, desolación y paisaje urbano.
Novelas como las de Coelho y Chejfec muestran cómo una subjetividad y una ciudad se necesitan para narrar la crisis de la voluntad y del amor. Tema clásico de la modernidad. El fin de una relación arroja al que lo padece al espacio de la ciudad, sin itinerario, como si la ciudad ya no tuviera ningún orden sino el de la casualidad. De esta ciudad, Chejfec expone una visión de un futurismo pesimista: tugurios en los techos, niños que juntan vidrio para usarlo como una nueva forma del dinero, multitudes que no saben bien por qué hacen lo que hacen. Coelho (que en Promesas naturales había dibujado una ciudad de dura anticipación) trae, en Ida, fragmentos urbanos tan precisos como actuales. Sus bares, los habitantes de la noche, los barrios futboleros son observados con precisión desencantada pero absorta.
Eneas Morosi es un cuerpo insubordinado. Fantasea que uno de sus brazos puede achicarse o alargarse. Este defecto imaginario, recurrente y pasajero, no simboliza nada. Es simplemente una distorsión más en una novela oscura donde los espacios y las materias, los cuerpos y sus secreciones, todo lo que los personajes tienen, dicen o hacen está convulsionado por algún desorden o herido por una obsesión. Coelho lo describe como una “amnesia sentimental” que “había absorbido rostros y afectos”. La amnesia no es una simple falla del recuerdo: es, de modo mucho más terrible, el recuerdo que se ha ausentado sin dejar marcas. La amnesia es el punto donde se acelera la pérdida de la subjetividad. Eneas Morosi es apático porque ha sido herido; su amnesia y su apatía provienen del abandono. Pero, incluso antes de ser abandonado, Morosi reconoce que el punto de vista más afín es el de una indiferencia no calculada: “A decir verdad así había pasado su tiempo junto a Lucía, en torno a variaciones mediocres que aseguraban una declinación gradual y sin dolor”. Para que la amnesia no termine de borrarlo todo, para que la apatía no lo inmovilice como a un deshecho o un muerto (futuro), hace llamados en cadena a la mujer que lo ha abandonado, a algún amigo. Conversaciones imposibles, mensajes en contestadores telefónicos, malos entendidos.
Morosi queda librado a los choques inconexos del presente. Por eso sintoniza de modo tan perfecto con la ciudad que recorre como habitante sin techo, recogiendo lo que encuentra. En una gran escena nocturna, lo que encuentra es una chica japonesa o coreana, llamada Noriko, dormida en un umbral. La lleva hasta su casa y, al día siguiente, sale de allí robando plata, una bicicleta y una tortuga, sin que ninguna contradicción se ponga de manifiesto en ese acto: el pequeño delito no es un delito, como tampoco fue un acto de bondad ayudar a la chica encontrada en la noche. La indiferencia es una cualidad indispensable en la ciudad que recorre Morosi sin mayor esperanza. No está encerrado en sus impulsos, sino en la debilidad de sus resoluciones, conducido por itinerarios que no elige. Dos escenas a las que Morosi no es arrastrado como por una marea (con su amigo escritor y con una mujer que estuvo casada con su padre) son más convencionales y previsibles, como si la lógica de la novela no terminara de aceptarlas.
Los escritores eligen su ciudad dentro de la ciudad. En Ida, Buenos Aires es oscura, sucia, lejanísima de la ciudad turística y de los variados Palermos mencionados en otras novelas (acabo de leer una donde el personaje se compra un “top de Trossman” y frecuenta variados bares palermitanos sin que la escritura alcance para sostener esas citas de época); lejana también de la ciudad sexuada y musicalizada, carnal y cumbiera de Cucurto. La de Coelho es la misma ciudad de Promesas naturales, sólo que en Ida deviene oscuramente expresionista. No es una ciudad hipotética sino próxima a la crónica de un paisaje social, como lo fue la ciudad, también expresionista, de las novelas de Arlt.
Comencé esta nota con la mención de Chejfec. La escritura de Coelho es bien distinta, pero también pertenece, como la de Chejfec, a las escrituras intelectuales, es decir a una forma de narrar tejida con interpretaciones que hacen el personaje o el narrador y que son inseparables de la acción narrada: una especie de comentario de base, a veces asordinado, a veces explícito. No son comentarios “cultos”, citas, referencias escondidas ni otros procedimientos de la “intertextualidad”. Se trata de un tejido hecho con dos hebras, la narrativa y la interpretativa, que no pueden separarse, porque la segunda produce imágenes, comparaciones, digresiones, que acompañan a la primera como una especie de color segundo. Es un obstáculo a la velocidad o, si se quiere, una instrucción de lectura que tiene mucho de una poética.