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Amores perdidos

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Roberto Baradel. Gremialista que juega su propio juego y burdo partido personal. | Telam
Entrevistado en la revista de La Nación, Jorge Valdano, siempre tan claro para el fútbol como para la vida, señaló que en la Argentina se perdió algo que era característico y propio: el amor a la pelota. Otros países, dice, que antes nos envidiaban ese amor, nos lo han robado. Y nosotros, se puede agregar, observamos por la ventana televisiva cómo esos otros disfrutan de aquel antiguo amor. El obsceno mamarracho que mantuvo paralizado al fútbol durante casi tres meses, al cabo de los cuales andará con muletas sólo hasta el descalabro final, es una muestra grotesca de la pérdida de ese amor. Otras evidencias sobran cada fin de semana en cada cancha, adentro y afuera del campo de juego.

No es el único amor perdido. A la luz de los hechos cabe preguntarse si los docentes que obedecen a un dirigente que, en la práctica (no en los certificados, que en la Argentina siempre se consiguen) alcanzó como máximo el grado de preceptor y que juega su propio y burdo partido personal, no perdieron el amor a la enseñanza. Más allá de que su profesión cayó en picada en salarios y en la valoración social, gran parte de ellos suelen ser más rápidos para sumar horas de supuesta capacitación que para permanecer en las aulas. Y cuesta recordar que se hayan movilizado con el mismo ardor y virulencia reclamando una mejor educación, que se hayan rebelado contra el desplome de la función educativa de las escuelas, o contra la violencia que padres y alumnos suelen ejercer contra ellos.

Ni hablar del amor perdido hacia la educación real, formativa, capacitadora, transmisora de valores y recursos para la construcción de vidas con sentido que demuestran, en todos los gobiernos, no sólo los funcionarios del área, sino los propios gobernantes. Complicados en la creación de estadísticas distractoras (que ya no engañan a nadie), de presuntos avances tecnológicos carentes de sustancia y de visión, como llenar de celulares y computadoras aulas que son cáscaras vacías, o enredados en miserables rencillas (o contubernios según el caso) políticas con los gremialistas, es imposible esperar de ellos alguna preocupación real por lo que la educación significa. Deprime pensar en Sarmiento (más allá de las infaltables discusiones criollas sobre su figura) y su visión hoy dilapidada. También aquí miramos desde afuera cómo otros educan de verdad (así les va y así nos va).
Hay que decir que el amor a la educación se empieza a perder también desde el hogar, cuando se mira la escuela como un depósito, una guardería o una playa de estacionamiento de los hijos y no hay la menor presión y reclamo desde las familias para exigir a docentes y gobernantes que dejen de dinamitar el futuro, olvidando por completo a los estudiantes o usándolos como escudos humanos.

La enumeración de amores perdidos por mano propia podría resultar interminable e incluye el amor al trabajo como experiencia, que más allá de ser un recurso de supervivencia económica, es un factor esencial en la confirmación de la identidad, en la búsqueda del valor de la propia existencia, en la construcción de comunidades, en la afirmación de valores morales y, en definitiva, en la posibilidad de confirmarse como humano. Al menos tres generaciones perdieron contacto con ese amor (y ese orgullo) y no siempre vale la excusa automática y rápida de que “no hay oportunidades”. Abundan las historias personales en que aquellas no existían pero la voluntad de vivir con sentido las creó.

Hasta se podría mencionar, entre tantos, al amor perdido por la política como la más bella de las artes (Aristóteles dixit) cuando se ejerce poniendo los dones propios al servicio del bien común, de la construcción de visiones convocantes que toman a la diversidad como fertilizante, y de la generación de condiciones para articular comunidades en las que vivir tenga un sentido contagioso. Sin ese amor, los políticos y gobernantes son apenas mediocres amantes (a menudo, de lo ajeno).
El historiador romano Cayo Cornelio Tácito decía en el siglo I: “Ama y haz lo que quieras”. Pero cuando no amas harás cualquier cosa. Y ninguna buena.

*Escritor y periodista.